Todo país que decide ampliar su presencia internacional, fortalece lazos con amigos y socios. También tiende puentes de cooperación y solidaridad con nuevos actores. Es un ejercicio de cálculo político, que combina anhelos con los posibles costos y beneficios de su materialización. En la globalización, el buen posicionamiento atiende los intereses nacionales de quienes procuran la interacción soberana con un mundo en proceso de cambio, donde no hay nada escrito y los riesgos con frecuencia sobrepasan a las oportunidades.

Hay quienes afirman que, en épocas de transición, cuando las aguas están agitadas, es oportuno navegar sin vela y, mientras pasa la tormenta, dejarse llevar por la corriente. Después de todo, como dice el refranero, poco importa cómo se coloquen los cocos en el carro, porque en el camino todo se acomoda. Cierto, discurrir así tiene méritos, pero no persuade a quienes estiman que la mejor forma de servir intereses nacionales en tiempos de cambio, es a través de la participación activa de los estados en aquellos foros donde se negocian nuevos arreglos y los compromisos y alianzas que habrán de sustentarlos. Otra vez, pero en sentido contrario, la sabiduría popular ilustra esta afirmación, al apuntar el valor de asistir a la fiesta para asegurar una rebanada del pastel.

Un buen ejemplo de esta actitud proactiva es la política seguida por sucesivos papas para dar a la Sede Apostólica visibilidad en el mundo. En efecto, los pontificados de Juan XXIII con su Concilio Vaticano II y de Paulo VI y su afamado compromiso con el progreso de los pueblos, estuvieron marcados por la Guerra Fría, la descolonización en la región afroasiática y por conflictos como los de Vietnam y otros en el mundo periférico. Tan complejas coyunturas exigieron a la Sede Petrina salir del letargo al que la confinó la Segunda Guerra Mundial y, con su legendario pragmatismo diplomático, abrazar a la humanidad y proponer sendas de paz y cooperación transitables para todos. El testimonio documental de estos esfuerzos es vasto y sus referentes son las encíclicas Pacem in Terris, de Roncalli, “el papa bueno” y Populorum Progressio de su sucesor Montini, llamado también el peregrino por ser precursor de los viajes pontificios al exterior.

Con este respaldo, se abrió la puerta a la presencia renovada de la Santa Sede en la beligerante palestra mundial. Sin duda, Juan Pablo II se llevó las palmas en esta tarea, al afirmarse como interlocutor político obligado en tiempos de transformación y popular visitante en todos los rincones del planeta. Su sucesor, el papa Ratzinger, discreto y localista, pausó estos empeños y, con su renuncia al trono de San Pedro, trazó para el Vaticano parámetros inéditos de transparencia interna, que abonan a su legitimidad ante los ojos del mundo. Hoy está Francisco, el papa de los pobres que denuncia la injusticia y no descalifica a nadie. Este latinoamericano da continuidad a la obra de sus predecesores, amplía la presencia vaticana urbi et orbi y reinventa la agenda de la lglesia para beneficio espiritual de las nuevas generaciones y del diálogo interreligioso. Sin duda, tan destacado jesuita, que asusta a pocos y sorprende a muchos, da contenido a la frase pax et bonum (paz y todo bien). En el cálculo político de Bergoglio, así se afianza el lugar de privilegio de la Santa Sede en la política global y como referente de la moral internacional de la posguerra fría.

El autor es internacionalista.