Los hechos trágicos del 27 de marzo en las instalaciones del Instituto Nacional de Migración en Ciudad Juárez, Chihuahua, donde perdieron la vida 40 migrantes originarios de países de América Central y América del Sur han puesto en claro distintos planos del fracaso de nuestro país para atender la cuestión migratoria, y aún más. Son deficiencias e insuficiencias de larga data, si bien se han agravado en la presente gestión presidencial por la impericia, la improvisación y, sobre todo, la sujeción de la política migratoria los intereses de la agenda electoral de los Estados Unidos y su relevancia cíclica.

Están expuestos los dos planos más evidentes de la cuestión ante lo sucedido: las responsabilidades de diversa índole para todo el espectro de personas e instituciones involucradas por tener funciones propias en la materia, y la ausencia de la actuación consecuente ante la necesaria evolución de las manifestaciones del fenómeno migratorio tras la cesión al entonces presidente Donald Trump de medidas para detener el flujo de migrantes hacia los Estados Unidos.

El tercer plano -menos perceptible- es la descomposición grave de la vida política en la Nación, en un contexto de deshumanización que presenta una realidad sombría de disputa política sin propuesta que -fuera de los acólitos de cada extremo- no parece generar espacios de esperanza. Es disputa para prevalecer, no para convencer y menos para construir entendimientos de actuación con base en el interés nacional.

La voz responsabilidad lleva implícita lo didáctico: ¿quién responde? En el servicio público esa es la esencia. Si alguien está al frente, si las atribuciones están conferidas al titular del cargo, si tiene asignados los medios para cumplir con la función (incluso los de exponer y denunciar la falta de recursos suficientes), esa persona está obligada a responder.

Hay conductas que analizar para determinar si quien debió actuar no lo hizo, lo hizo en forma incorrecta y la naturaleza de esa actuación; para las personas servidoras públicas hay responsabilidades administrativas, penales y políticas. Estas últimas son las de sentido estricto, que requieren un procedimiento complejo, pero también se reconoce la responsabilidad política en sentido amplio, que sólo requiere una valoración -personal o de grupo político- sencilla: el nivel de decencia para reconocer que los errores y las incompetencias deben tener consecuencia a fin de que la sociedad se restañe moralmente cuando quienes deben prevenir, actuar y evitar que suceda lo que no debe ocurrir, no han estado a la altura de lo que se esperaba de su desempeño.

Las preguntas son obvias para la parte de nuestra sociedad que tiene interés en la marcha de los asuntos públicos: ¿Quiénes tienen responsabilidades administrativas por las detenciones de los migrantes fallecidos y heridos? ¿Quiénes las tienen por las condiciones de las instalaciones? Y ¿quiénes por la ausencia de medidas para actuar cuando inició la protesta de los detenidos? Dejemos lo administrativo. ¿Quiénes debieron actuar para impedir el resultado fatal del incendio que se provocó? ¿Qué consecuencias contempla la ley penal por sus acciones u omisiones?

Por ahora, todo indica que ese es el espacio en el cual actuará la Federación; se deslindarán las responsabilidades de quienes estaban al cargo de las instalaciones al momento de ocurrir los hechos; sólo el personal con funciones directamente vinculadas con su operación. El hilo se rompe por lo más delgado. Sobre la responsabilidad política en sentido amplio ni una sola palabra.

El segundo plano de la cuestión es el generador de las condiciones de lo sucedido. Cuando el Ejecutivo Federal -por temor a la imposición de aranceles- aceptó detener en nuestro país el flujo de migrantes que buscan llegar a los Estados Unidos, las implicaciones aparecían más que obvias: la población en tránsito migratorio permanecería en el país y se agolparía en los cruces fronterizos más importantes para las solicitudes de ingreso al vecino del norte; la presión sobre las ciudades fronterizas de los seis estados norteños de nuestro país se multiplicaría exponencialmente, y la atención responsable del Estado Mexicano demandaría la adopción de las medidas administrativas y presupuestales indispensables. No se actuó con la pertinencia, diligencia y suficiencia necesarias. El clima de riesgo es propio; se generó por la autoridad federal.

Si conformar una política migratoria de facto requirió destinar casi 30 mil integrantes de la Guardia Nacional, ¿qué medidas debieron planearse y adoptarse para atender a las personas migrantes durante su estancia en México? ¿Qué previsiones debieron impulsarse para honrar la histórica tradición de refugio para personas que emigran ante la persecución y la miseria en sus lugares de origen? ¿Qué acciones se requerían para dar un trato respetuoso a los derechos humanos de la población migrante? La realidad ha revelado el tejido administrativo poroso de la Federación y la evidente ausencia de coordinación eficaz con los órdenes local y municipal.

En la falta de actuación consecuente del Gobierno Federal con el giro que dio a la política migratoria radica el sustrato de la responsabilidad política que no ha aparecido en las reflexiones de Palacio Nacional.

Sin embargo, el componente de mayor gravedad que emerge del análisis del saldo trágico es la descomposición pública a la cual hemos llegado. La polarización excluyente promovida por el presidente de la República ha terminado por contaminarlo todo, incluso al polo opuesto. Hay una degeneración lacerante. No se avanza en la politización de los hechos para concientizar y movilizar hacia un diálogo sobre las causas y las soluciones.

Es revelador que el fondo sea la migración; piense en todo lo que implica para nuestra Nación y en la laxitud con que se cumple el orden jurídico propio. ¿Qué observamos? Exculpar a los responsables políticos o tomar la defensa de las víctimas por intereses marcadamente políticos. No hay espacio para la recomposición de la convivencia política, para procesar el conflicto, para que se asuman responsabilidades y para encontrar soluciones de consenso ante un problema que potenció esta administración, pero que no surgió con ella. La división del país hace inviable atender los problemas. Urge un liderazgo incluyente.