Las disputas por el poder en los textos constitucionales reflejan a cabalidad la tensión entre los órganos del Estado y la distancia que pueden implicar para el Estado de Derecho como forma política capaz de garantizar el respeto a los derechos de las personas y su reparación en caso de ser vulnerados.

Vale recapitular que el arco recorrido entre 1977 y 1996 para sujetar los comicios y a los partidos al imperio de la ley constituye una construcción político-cultural de igual calado que sustraer al poder ejecutivo de la Federación y de las entidades federativas de la organización, desarrollo y resultados de las elecciones.

Y, desde cierta perspectiva, aún más, porque en caso de controversia la resolución del Tribunal Electoral -del TRIFE o de la Sala Superior del órgano actual- encarna la función de dotar de legitimidad a lo definido por la ciudadanía en las urnas. Ese es el valor y la función última de Estado del Tribunal, en seguimiento de la premisa de la sujeción de los partidos y los candidatos a la ley.

El punto de partida está claro: los asuntos políticos-electorales no eran justiciables. La barrera cayó. En 1996 el avance llevó a resolver un debate soterrado en la vida nacional, donde por un lado se pondera y elogia el juicio de amparo para salvaguardar los derechos de las personas frente al poder público y por otro se excluyó a los derechos políticos-electorales del control de la autoridad jurisdiccional.

En la reforma de ese año se resolvió el reconocimiento de los derechos político-electorales de las personas ciudadanas como derechos humanos y surgió el juicio para su protección como tarea del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Ese medio de impugnación y el juicio de revisión constitucional electoral sobre los comicios locales le dio a la Sala Superior el carácter de tribunal constitucional.

Deshacer en buena parte el reconocimiento de los derechos políticos de la militancia al interior de los partidos y de la representación de la ciudadanía que está presente en los sufragios de los escaños y las curules de las minorías parlamentarias ante los acuerdos de la mayoría de los grupos parlamentarios, es lo que se encuentra presente en la preocupante iniciativa de reformas constitucionales presentada el 23 de marzo último por los coordinadores parlamentarios de Morena, PAN, PRI, PVEM, PT y PRD en la Cámara de Diputados.

Se juntaron el hambre y las ganas de comer. Si apenas en diciembre último los grupos parlamentarios del PAN, PRI y PRD en esa Cámara rechazaron la reforma constitucional electoral del Ejecutivo Federal para impedir la mayoría calificada que requería su aprobación; si en ese mismo mes votaron en contra de los dos decretos de modificaciones legales en materia electoral del presidente de la República que hicieron suya los grupos parlamentarios de Morena, PVEM y PT; y si las minorías parlamentarias en cuestión ofrecieron y cumplieron con demandar la inconstitucionalidad del llamado Plan B, ¿qué fue lo que ocurrió? ¿Por qué realizar propuestas constitucionales en materia electoral de la mano de la mayoría oficial en San Lázaro, incluidas cuestiones que se rechazaron en la legislación secundaria?

En política se actúa por convicción o por conveniencia. En un ámbito los principios y en otro los intereses. El ideal es que coincidan, pero la tensión entre el pensamiento y la práctica es permanente. ¿Qué hay aquí? ¿Principios o intereses?

En esencia, las reformas plantean: (i) extraer a los partidos del control del Tribunal Electoral ante la militancia que defienda sus derechos políticos como tal; (ii) establecer prohibiciones y limitaciones a ese Tribunal para conocer y resolver asuntos que impliquen el efecto del voto activo en la conformación de grupos parlamentarios de la minoría; (iii) disponer el monopolio del poder legislativo federal para establecer acciones afirmativas sobre el disfrute efectivo de derechos político-electorales de grupos vulnerables, incluida la normatividad sobre paridad de género; (iv) restringir la facultad de interpretación del Tribunal Electoral a la literalidad de la Constitución y la ley en materia electoral, y (v) dotar a la Suprema Corte de la facultad de conocer y resolver controversias sobre el régimen interior de las Cámaras federales y las decisiones de sus órganos de gobierno.

Si bien la última cuestión es relevante y pertinente, falta el detalle esencial de garantizar constitucionalmente el acceso de las minorías parlamentarias a esos procedimientos para valorar positivamente la propuesta. De la simple lectura de las fracciones I, II y III del artículo 105 puede deducirse que la incorporación de una fracción IV en ese precepto está incompleta o desequilibrada con las otras porque no se plantea quiénes y bajo qué supuestos podrán acudir a la Corte. Lo aparentemente positivo no resulta serlo.

Aunque el proceso legislativo está en la fase de dictamen en la cámara de origen y falta un tramo relevante por recorrer, la iniciativa permite realizar algunas inferencias a raíz de su génesis: (a) el discurso de las dirigencias nacionales del PAN, PRI y PRD sobre la defensa de la democracia en la convergencia con la ciudadanía que marchó el 13N y se concentró el 26F se transforma en simulación y engaño; (b) la convergencia de esas minorías parlamentarias con la mayoría y el gobierno al cual representa para eliminar el control jurisdiccional de los procesos para la elección de sus dirigencias y para la postulación de sus candidaturas, es el interés real; (c) la limitación del régimen general de prevalencia de los derechos humanos de carácter político en los asuntos electorales, pues el principio de optar por la interpretación que más favorezca la persona titular del derecho (artículo 1º) o del acceso efectivo a la solución de fondo del asunto (artículo 17) tendrían restricción constitucional, es otro interés real; y, lo más significativo, (d) el reconocimiento subliminal de que no hay confianza en presentar una opción competitiva para la elección presidencial del año entrante, ni vislumbran un escenario distinto al de su sobrevivencia como opciones partidarias cada vez más disminuidas.

Sólo cuidar los cargos directivos y las candidaturas, que serán para las cúpulas, no articular una propuesta para el país.