Dado que sólo pintaba por encargo y para sus mecenas, la obra completa del enorme pintor flamenco Johannes Vermeer (Delft, 1632-1675) se reduce a tan solo 33 cuadros, si bien se cree que existen al menos otros siete u ocho perdidos, en base a actas recabadas de antiguas subastas. Gracias a un esfuerzo conjunto sin precedentes de varios museos, galerías y coleccionistas particulares, por primera vez se han reunido en una sola exhibición, en el Rijksmuseum de Ámsterdam donde hay más piezas de este maravilloso pintor (“La lechera, “La callejuela”, “La carta de amor” y “Mujer en azul leyendo una carta”), 28 obras que ni el gran maestro de Delft llegó a ver nunca juntas, que cubren los espectros histórico y costumbrista ––por el que más y mejor se le conoce, con la mujer en el centro de la escena, y con el entrecruce de saberes y oficios varios–– de su extraordinario legado.

Como otros grandes artistas, y en una paradoja más sobre todo del ámbito plástico donde el marchantismo suele especular sin mesura alguna, Vermeer vivió más bien de manera modesta y a su familia sólo le heredó deudas acrecentadas con la Guerra Franco-Neerlandesa iniciada en 1672. Olvidado durante dos centurias, hasta mediados del siglo XIX su obra sería valorada en su justa dimensión, a partir de una revisión exhaustiva del reconocido crítico francés Théophile Thoré que ponía el acento en el singular talento creativo y la gran herencia técnica de un artista que a la postre influiría enormemente en el desarrollo de la plástica moderna y contemporánea. Reconocido desde entonces en especial por su maestría en el tratamiento de la luz, del precursor empleo de la cámara oscura que potencia ese manejo de la luminosidad y de la precisión en el detalle ––su modélico óleo “La joven de la perla”, de 1666, y que ha prestado para tan especial ocasión el Mauritshuis de La Haya, lo muestra en plenitud de facultades––, su ejemplar oficio sumaría dentro de una revolucionaria y muy definida escuela flamenca de nodal importancia en el desarrollo del arte, de cara al barroco o llamado siglo de oro holandés.

Denominado por el propio Thoré como “La Esfinge de Delft”, por lo poco que se sabe de su vida, entre los escasos datos fidedignos que de él se tienen es que heredó el local comercial de sedas de su padre donde entabló relación con otros reconocidos pintores mayores que lo visitaban e incentivaron su genial talento, entre ellos, Pieter van Steenwyck, Balthasar van der Ast y Pieter Groenewegen. Convertido al catolicismo a raíz de su matrimonio con Catharina Bolenes con quien procreó once hijos, esta controversia no pocos veces ríspida suele aparecer como trasfondo en varias de sus obras (“La alegoría de la fe”, o “Santa Práxedes” que no acaba de confirmarse sea de su autoría, o “Cristo en casa de Marta y María”, por ejemplo), si bien su creación no es en su mayoría de carácter religioso y en cambio sí suele dar mayor cabida a costumbres y usos paganos, a escenas de la vida cotidiana. Un muy bello y bien documentado libro del navarro Ramón Andrés, El luthier de Delft: Música, pintura y ciencia en tiempos Vermeer y Spinoza, da clara cuenta de estos tres temas entrecruzados en la obra de este genial pintor holandés, con lo que también se esclarecen los otros muchos saberes y conocimientos de quien de igual modo trabajó como especialista y valuador de arte.

Sobre su formación tampoco existen datos precisos, y sólo consta que pasó a formar parte del gremio de San Lucas, como pintor libre, a finales de 1653; se sabe que entre los requisitos se exigía un aprendizaje formal de al menos un lustro, que por la perfección de la técnica alcanzada por Vermeer se infiere que superó con creces. Posible discípulo de Leonaert Bramer con quien hay diferencias notables de estilo, se perciben en cambio mayores influencias de Gerard ter Borch y Carel Fabritius, este último discípulo a su vez nada más y nada menos que de Rembrandt. Más allá de las controversias entre quienes opinan en uno u otro sentido, hay más coincidencias en todo caso con la figura de Pieter de Hooch, pintor más antiguo –– pero que murió octogenario–– con quien suele emparentársele por lo delicado de sus trazos y el predominio de temas costumbristas.

Algunos otros especialistas han relacionado la intemporalidad y lo cristalino de su estilo incluso con el mucho más antiguo y no menos magistral Jan van Eyck, porque a diferencia del barroco común, su obra más bien carece de ornamentación superflua y se expresa límpida. Su hiperrealismo intimista, y en muchos de sus planos y trazos apenas esbozado, sugerido, con la presencia de mencionados temas y oficios como el de la música, o el de la ciencia, o el del propio arte plástico viéndose hacer a sí mismo (otra vez Van Eyck o incluso su más contemporáneo Velázquez), resultaría de seductora influencia poética por ejemplo para los impresionistas. Esta gozosa magia de encuentros trasciende en célebres cuadros suyos como “Mujer tocando la guitarra” o “La lección de música” o “El concierto” o “Mujer con laúd”; y “El astrónomo” o “El geógrafo”; y en el último caso, sobre todo “El arte de la pintura”, que como en “Las meninas” del célebre pintor sevillano posee una notable carga simbólica. Aparte del celebérrimo mencionado cuadro “La joven de la perla” donde la técnica en el empleo de la luz es llevada por Vermeer a la perfección, motivando una hermosa novela homónima a la escritora norteamericana Tracy Chavelier ––modelo a su vez de la no menos bella y premiada película del realizador inglés Peter Webber, con Colin Firth como el artista inspirado y Scarlett Johansson como su hermosa joven modelo––, esta misma maestría en el trazo de la  línea y en los contrastes tonales, en la meticulosidad de los detalles, se percibe de igual modo en los dos no menos famosos lienzos que le inspiraron su ciudad natal, “Vista de Delft” y “La callejuela”, donde se confirma que si bien la pintura de escenas intimistas y hacia el interior nutren la mayor parte de su acervo, también supo mirar hacia fuera y con mayor perspectiva.