A lo largo de la historia económica, nuestro país ha transitado por diferentes etapas de desarrollo; de auge y caída de distintos modelos de crecimiento, unos más exitosos que otros, pero todos indiscutiblemente basados en el único sistema que permite un desarrollo sostenible si se encausa bien: la economía de mercado.

En temas de modelos de desarrollo, se distinguen dos muy significativos: el que se conoce como desarrollo estabilizador y el de la apertura sin límites a la globalización. Ambos modelos de economía de mercado, exitosos en un momento y fracasados en otro, a la vez que distintos en el planteamiento del rol de Estado en las actividades económicas. Ambos modelos nos mostraron que los extremos pocas veces son viables.

Cierto es que no sólo nuestro país, también en otras latitudes, en los últimos lustros distintas economías han buscado instrumentar un modelo económico que supere las deficiencias del modelo de apertura indiscriminada, que si bien generó crecimiento y permitió incrementar los ingresos personales, lo hizo de manera desequilibrada, deviniendo en mayor pobreza y desigualdad, así como un creciente resentimiento social. Estas condiciones se exacerban con la contraposición que implican las posturas maniqueas sobre cómo dar salida a ese sentimiento que está aflorando en las masas producto de un mayor involucramiento en la vida política de las naciones, el mayor acceso a información y la conectividad que trajeron las redes sociales.

El objetivo es claro: atender y satisfacer las necesidades de estos grupos sociales, y el mecanismo es el crecimiento incluyente. Ante este reto se presentan los extremos, modelos que ven al futuro y los que ven al pasado. Los que quieren dejar todo al mercado y los que buscan dejar todo al Estado, pensando que sólo así se garantiza la equidad o incluso al ejército pensando que con ello se garantiza continuidad y que no exista corrupción.

Cualquier país que busque crecer, sólo debe mirar al pasado para entender lo que hizo mal y no repetirlo. El futuro del país no está ni 1970 ni en 1985, está en el 2050. No es regresando al estado rector, proveedor, productor, omnisciente. Ha quedado demostrado y superado que este esquema genera ineficiencias y no fomenta la competencia, el emprendimiento y la competitividad. No es papel del Estado competir con los privados, porque genera desequilibrios y distorsiones.

Cierto es que el Estado juega un papel preponderante en la economía, más allá de proveer bienes públicos, procura igualdad de oportunidades y reduce desequilibrios. Amplía los alcances de potenciadores sociales y económicos como son la salud, la educación, un sistema financiero estable, servicios en los hogares, pero no puede ni debe ser proveedor de bienes de naturaleza privada, como servicios aéreos y aeroportuarios, ferroviarios, turísticos o bancarios. Estos esquemas lejos de procurar asequibilidad y eficiencia terminan siendo improductivos y lastres para el presupuesto público, sobre todo en países con bajos niveles de recaudación.

Tampoco es destruyendo lo construido y buscando regresar a los esquemas del pasado pensado que fueron mejores. Los mecanismos de contrapeso, las instancias de control y vigilancia y de transparencia se construyeron para dar por un lado mayor eficiencia al estado y por otro, mayor participación a la sociedad en los asuntos públicos. Lo que se debe hacer es perfeccionarlas y darles mayor eficiencia operativa, presupuestal y de rendición de cuentas. La centralización y la unilateralidad en las decisiones públicas no dan buenos frutos en la búsqueda de un mercado equilibrado que de buenas cuentas.

De igual manera se deben crear nuevas instancias y cuerpos normativos que complementen los actuales, y que generen condiciones creíbles y sostenibles para el fomento de la educación tecnológica y científica y el desarrollo de nuevas competencias laborales; la inversión privada en tecnología e innovación. No podemos seguir siendo simples asimiladores o compradores de avances desarrollados por otros, siendo que podemos construir y desarrollar nuestras propias capacidades de innovación. La pandemia nos dejó claras nuestras limitaciones al terminar adquiriendo a los precios que nos impusieron las vacunas que otros países, con diferentes modelos económicos, desarrollaron.

El futuro no está en el pasado, no está en el estatismo, el corporativismo, ni en la apertura a ultranza o la competencia sin control y limites que sólo busque ganancias, sin advertir o corregir los daños económicos y sociales que crea en grupos menos favorecidos que lejos de poder acceder al desarrollo quedan cada vez más marginados. Si, seguimos anclados en el presente que no tiene rumbo, o pretendemos regresar al pasado, seguiremos con niveles insuficientes de crecimiento, 2 a 3% anual cuando bien nos va, o prácticamente nulos como lo hemos vivido en periodos de crisis. Si queremos crecer a tasas, que ciertamente son alcanzables de 5-6% anual, necesitamos poner los objetivos en el 2050.

El futuro está en el crecimiento sostenible e inclusivo, la economía basada en el desarrollo tecnológico que preserve, cuide y mejore el hábitat, pero que no descuide la responsabilidad social que exige de una mejor y mayor distribución de la riqueza y de oportunidades para todos; en la productividad responsable del empresariado, en la participación eficiente y oportuna del Estado como ente garante de derechos y libertades y en la sociedad en su conjunto.

El autor es presidente de Consultores Internacionales, S.C.®