Porque el conflicto es pauta en los cuatro puntos cardinales, cobra sentido la tesis de Thomas Hobbes de que el hombre es lobo del hombre. Tan descarnada vocación moldea la historia y marca la suerte de los pueblos. Esta reiterada tragedia llama al género humano a ir contracorriente e insistir en la búsqueda de fórmulas que atemperen su innata violencia. No es tarea sencilla, pero si se mueve la rueca de la política, según la definió Platón, es posible torcer el hilo para tejer solidaridad entre todos y para todas las naciones. Esa nota de la política como virtud, debe oponerse con firmeza a una realidad señalada por la confrontación, el uso selectivo de la fuerza y la feroz competencia entre los estados para imponer sus intereses y particular concepto de seguridad. De ocurrir así, los nacionalismos cerrados, los dogmas ideológicos y las xenofobias sucumbirán a la tolerancia que acoge y a la paz que edifica.

El mundo se ha roto, sus componentes no encajan y la gobernanza mundial decae paulatinamente. Los mandatos de los organismos internacionales, ingredientes de una rancia y vetusta receta, no gustan a las potencias y sucumben ante una diplomacia multilateral desgastada, burocrática e incolora. Esta última, enfrascada en interminables batallas alrededor del punto y la coma, ya no rinde buenas cuentas porque los poderosos desprecian al orden jurídico y sus consecuencias. Frente a una realidad global disfuncional, belicosa e injusta, estos organismos operan como válvulas de escape para que los estados, en especial los menos favorecidos, canalicen anhelos y expresen frustraciones.

En los tiempos de la bipolaridad se afirmaba que los foros multilaterales brindaban, a las naciones en desarrollo, un buen espacio para patalear; un espacio que aunque estuvo siempre acotado a la permisibilidad del conflicto Este-Oeste, apuntaló la negociación y generó experiencia de cooperación y doctrina para la paz. Hoy, las cosas son diferentes. El orden liberal está vulnerado en su esencia. Los equilibrios de poder ya no se corresponden con los que dieron origen al multilateralismo contemporáneo y los liderazgos globales, venidos a menos, encaran, muchas veces con asombro, la irrupción en diversas latitudes de hegemonías antiguas y nuevas. En tan precarias condiciones, los pataleos han perdido eficacia y avalan la urgencia de modificar, de raíz, la arquitectura institucional y las herramientas del sistema internacional. La meta es abrazar, para bien de la humanidad, esa idea platónica de que la política debe contribuir a la construcción del mayor bien posible para todos.

Para los internacionalistas, la coyuntura es campo fértil para proponer fórmulas de convivencia que atemperen la descomposición del orden surgido en 1945, en San Francisco. Por sobre todas las cosas parece vital contener a quienes, invocando intereses nacionales, usan la fuerza militar para remodelar zonas de influencia, medran con la globalización y hacen uso irracional de los recursos naturales. Sin falso optimismo, hay que darle su lugar a la buena diplomacia, a la que tiende puentes y busca fortalecer al multilateralismo, a una diplomacia que no siga postergando, ad infinitum, la agonía de los foros existentes. En el núcleo de este anhelo está, por supuesto, el vehemente deseo de modificar el entorno, para beneficio universal. Si vis pacem, para eam.

El autor es internacionalista