Alice Munro (10 de julio de 1931, Premio Nobel de Lieratura 2013) es una escritora dedicada al cuento, que siempre publica en colecciones, donde las historias de cada pieza de alguna manera se entrelazan. Su prosa es pulcra, rigurosa, y su temática ha seguido el desarrollo de su propia vida, primero como hija de una modesta familia de granjeros de Ontario, Canadá, luego como joven madre y librera, después como autora, editora y docente. Transcribo las primeras líneas de su cuento “Miles City, Montana”

Mi padre cruzó el prado con el cuerpo del chico que se había ahogado. Volvían varios hombres juntos, que habían participado en la búsqueda, pero era él quien llevaba el cuerpo. Los hombres estaban cubiertos de barro y agotados, y caminaban con la cabeza baja, como avergonzados. Incluso los perros estaban desanimados, chorreando agua fría del río. Cuando partieron, horas antes, los perros iban nerviosos, gruñendo, los hombres en tensión, decididos, y se respiraba una emoción contenida, inexpresable. Todos sabían que podían encontrarse con algo terrible.

El chico se llamaba Steve Gauley. Tenía ocho años. En aquel momento, el pelo y la ropa habían adquirido el color del barro y llevaba adheridos trocitos de hojas, ramas y hierba. Parecía un montón de desperdicios que hubiera quedado a la intemperie todo el invierno. La cara estaba torcida, apoyada sobre el pecho de mi padre, pero yo vi una fosa nasal, una oreja, empastadas de barro verdoso.

Creo que no. Creo que en realidad no lo vi. Quizá viera a mi padre cargado con él, y a los demás hombres detrás, pero no me habrían dejado acercarme lo suficiente como para distinguir semejante cosa, barro en una fosa nasal. Debí de oír a alguien hablar sobre ello e imaginar que lo había visto. Veo su cara sin cambios, salvo por el cieno –la cara de Steve Gauley, conocida, afilada, con expresión furtiva–, y no habría podido estar así. Tendría que haber estado hinchada y deformada y quizá cubierta de cieno tras tantas horas en el agua.

Verse obligados a dar tales noticias, presentar tales pruebas, a una familia que esperaba, sobre todo a una madre, habría sido motivo suficiente para que los hombres se movieran pesadamente, pero lo que ocurría era aún peor. Por lo que decía la gente, resultaba aún más digno de lástima que no hubiera una madre, ninguna mujer ni abuela, ni tía, ni siquiera una hermana para recibir a Steve Gauley y llorarle. Su padre era jornalero, bebedor pero no alcohólico, un hombre extravagante pero no divertido, no muy sociable pero tampoco exactamente peligroso. Su paternidad parecía casual, y también el hecho de que el niño se quedara con él cuando la madre se marchó y de que continuaran viviendo juntos. Ocupaban una especie de casa montañesa de tejado muy inclinado y tablas grises, un poquito mejor que una choza –el padre arregló el tejado y apuntaló el porche justo lo necesario, y justo a tiempo–, y su vida en común se mantenía de una forma semejante; es decir, lo suficiente como para no tener que acudir a la Ayuda Infantil. No comían juntos ni cocinaban el uno para el otro, pero había comida en la casa. A veces el padre le daba dinero a Steve para que comprase algo en la tienda, y se veía al niño con cosas normales, como pasta para tortitas y macarrones.

Yo conocía bastante a Steve Gauley. Algunas veces me caía bien; otras, fatal […]

 

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