Hoy nos asombramos poco y damos todo por hecho. Por excepción, recapitulamos en las razones que explican entornos sociales diversos y sus manifestaciones económicas y políticas. Así, pasamos por alto momentos y lugares singulares, lo que torna invisibles las carencias y formas de ser y de hacer en diferentes lugares del planeta. De esta forma, cobra sentido la afirmación de que cada cabeza es un mundo que alberga otros tantos individuales, originales y con frecuencia poco solidarios.

No parece haber sido así hace poco más de quinientos años, cuando en el Viejo Mundo se dieron a conocer las noticias de un navegante genovés, que en su viaje había “descubierto” (para unos) o “encontrado” (para otros), uno nuevo. Entonces, Europa quedó prendada por esos lances, que llegaron a través de las exageradas crónicas de viajeros y conquistadores, acerca de sus maravillosos hallazgos y hazañas. El encuentro entre dos mundos estuvo acompañado de genocidios, esclavitud, enfermedad e imposición de deidades y cultos. El sometimiento fue cruento y adoptó modalidades de gobierno que concentraron la riqueza y el poder en manos de los europeos. El cambio de paradigma en la geografía de la época confirmó que no todo podía darse por hecho y que aún había mucho de qué asombrarse.

En las sociedades coloniales de “las Américas”, se instauraron gobiernos espejo de las monarquías, que invocaron la tesis de servidumbre natural de Aristóteles, no obstante las consecuencias legales y las resistencias sociales que tuvo la controversia de Valladolid de 1550, auspiciada por Carlos I de España. Con el correr del tiempo y la influencia de las revoluciones en Norteamérica y Francia, el Continente se independizó. Ahí, donde fue posible, se buscó reconstruir y reconciliar, emancipar y sanar el tejido social, mediante el establecimiento de distintas modalidades de gobierno. Con sus contradicciones y virtudes, desde finales del Siglo XVIII a la fecha, en las naciones emergentes ha habido repúblicas y monarquías, al igual que regímenes liberales, conservadores e incluso socialistas. Siguiendo el patrón de que el Nuevo Mundo es tierra prometida y de ilusión, se han forjado en la región instituciones políticas originales, que no exentas de dificultad, se sostienen mayoritariamente en la democracia liberal y sus valores.

En tiempos recientes, hay nuevas sacudidas por las limitaciones de la globalización y el resquebrajamiento del tejido social que la acompaña. Como en el Siglo XVI, se agudiza la estratificación y la pobreza nutre flujos migratorios provenientes del Sur Global que se dirigen a un Norte cada vez menos promisorio, pauperizado y lleno de contradicciones. Y de ahí regresamos al origen, a ese Nuevo Mundo que hoy ya no es tanto y que, urgido, busca caminos propios. Frente a la insatisfacción hay riesgo de inestabilidad y las instituciones liberales flaquean, porque siguen modelos económicos y políticos que no siempre se ajustan a realidades locales. En el Norte y Sur de las Américas se hace necesario reconvenir pactos fundacionales y recalibrar la brújula. Sin desarrollo y sin justicia social, no hay camino cierto. Por ello, porque no podemos dar todo por hecho y dejar de asombrarnos ante la galopante injusticia, es tiempo para releer a humanistas e ilustrados y abrevar de los idearios de los padres fundadores de todas las repúblicas americanas. Urge dar el siguiente paso, uno que complemente la “Invención de América”, de Edmundo O’Gorman, para avanzar en su reinvención. Es hora de tejer solidaridad en nuestro mundo y en todos los mundos.

El autor es Internacionalista.