En un entorno ampuloso y huérfano de la peligrosa estabilidad del antiguo equilibrio del terror, diversos países, incluso los más poderosos, aspiran a llenar espacios geopolíticos en diferentes regiones del mundo. Su intención es imponer hegemonía o recuperar la perdida, incluso mediante el uso de la fuerza. Las relaciones internacionales, siempre volátiles e impredecibles, transitan hoy por senderos inéditos que desafían la capacidad de las instituciones multilaterales para mantener los consensos mínimos del orden liberal y, así, evitar conflictos regionales o uno de escala universal.

Navegar en estas turbias aguas no es fácil y las naciones periféricas, en mayor o menor medida, afrontan la disyuntiva de adoptar políticas de seguridad, interior y exterior, que les otorguen un mínimo de certeza sobre su capacidad efectiva para no sucumbir ante el poder de terceros actores y los efectos de una globalización perniciosa. En el plano interior, las políticas de seguridad aspiran a garantizar la habilidad de los gobiernos para ejercer soberanía y mantener la integridad, estabilidad y permanencia del Estado. Tales políticas son legítimas cuando impulsan el desarrollo con justicia y robustecen la democracia y el Estado de Derecho. Sin embargo, esta receta horizontal y virtuosa no aplica para todos; de ahí que la seguridad interior de algunos países responda a criterios verticales y autocráticos, que tutelan intereses particulares y oligárquicos. Por lo que hace a la seguridad exterior, siempre compleja, las agendas nacionales se definen en función de la influencia positiva o de la percepción de amenaza que se tenga por parte de otras naciones que persiguen fines hegemónicos.

En el corazón de estas reflexiones está el denominado dilema de la seguridad, es decir, la duda a la que se enfrentan los estados de adoptar o no políticas de seguridad, interior y exterior, sabiendo con antelación que son ineficaces y riesgosas. Si hablamos de la interior, la pretensión de ofrecerla privilegiando medidas de corte policiaco y militar socava libertades básicas y la gobernabilidad democrática, por lo que su legitimidad es precaria o inexistente. Algo similar ocurre con la seguridad exterior, donde la inversión en el capítulo del poder duro es valorada como gesto preocupante y potencial detonador de acciones compensatorias, de igual o mayor calado, por parte de terceros actores. Como se sabe, la seguridad exterior atiende a cálculos geopolíticos concretos y a los compromisos que genera, cuando así ocurre, la membresía del Estado en organizaciones de seguridad internacional. Entre otros, tal es el caso de los países euroatlánticos que integran la OTAN; de los que participan en la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (CSTO), o de aquellos que forman la Organización de Cooperación de Shanghái (SCO).

Las políticas de seguridad interior (verticales) y exterior (no solidarias, competitivas, amenazantes o compensatorias) atizan tensiones internas, regionales y globales, más cuando el nativismo e insularidad de algunos países antagoniza con el patronazgo de otros hegemónicos. De ahí la pertinencia de balancear con eficacia esas dos políticas En tiempos líquidos, según la definición del sociólogo polaco Zygmunt Bauman, es imperioso recuperar certezas y la solidez de la estabilidad global, porque en el mundo de hoy nada de lo que ocurre, por lejano o ajeno que parezca, nos es indiferente.

El autor es internacionalista.