Victoria Amelina (Ucrania, 1 de enero de 1986-1 de julio de 2023) escribió dos novelas, un cuento infantil y algunos poemas. Investigaba crímenes de guerra. El pasado 27 de junio, mientras departía con escritores colombianos en un café de Kramatorsk, Ucrania, fue víctima de un misil ruso y murió cuatro días después. Transcribo las primeras líneas de su premiada novela Un hogar para Dom, en edición kindle, donde cuenta la vida de su familia desde la cervantina voz de un perro.

mi nacimiento. Nací un domingo de febrero, en la familia ucraniano-ruso-polaco-judía del que fue jefe de contabilidad de la fábrica textil de Berdichev que, precisamente entonces, acababa de cerrar. Es muy probable que eso determinara mi suerte como perro.

El día en que uno nace no es algo tan determinante. Y, personalmente, no creo demasiado en los horóscopos. Pero es cierto que aquel día en que comenzó mi vida, unas motas blancas caían por detrás de la ventana. Eran pequeñas partículas de río congeladas que, a menudo, huelen a tierras lejanas y extrañas. Aunque en ese momento aquellas pequeñas partículas caídas del cielo no venían del Danubio, ni del Don, ni del Vistula, ni del Amazonas, ni del Misisipi, ni del Nevá, ni del río Moscova, sino precisamente del Dniéper, de nuestro Dniéper. A simple vista es imposible saberlo, pero el olor de la nieve fresca es inconfundible. En la pantalla del televisor de la habitación de un anciano al que adoro nieva de la misma manera, sólo que las motas de su pantalla no huelen a nada. Como todo lo que se ve en televisión.

Según la documentación, mi nombre comenzaba con la letra “D”. El coronel, ese hombre al que tanto quiero, acabaría llamándome “duro de mollera”, aunque en aquel momento fui bautizado con otro nombre: Dominikus. En efecto, en febrero de 1991, me convertí en uno de los perros del amo, con un nombre apropiado que empezab por la letra apropiada. Evidentemente, no es que fuera bautizado de verdad, eso es algo que los perros no necesitamos porque, pase lo que pase, nosotros simpre acabamos llegando de una forma u otra al paraíso de Dios. En cambio, sí recibí la documentación que informaba de mi raza, el color de mi pelaje y otras características de interés para un hipotético comprador.

La ropa confeccionada en  Berdichev se vendía mal, especialmente después de que la fábrica se cerrara y no quedara nada por vender, probablemente los cachorros se venderían mejor.

Así que el día que llegó el comprador, yo ya tenía nombre y documentación, y el amo de mi madre estaba dispuesto a venderme, como fuera, a un pariente lejano suyo. Detrás de la ventana estaba nevando, aunque yo todavía no sabía lo que era la nieve, ni tampoco el significado que la elección del comprador tendría para mí y para las muchas otras personas y perros que se cruzarían en mi camino. Si el comprador no me hubiera elegido, nunca habría podido conocer a ese hombre que tanto me adoraba y a quien yo, el caniche Dominikus según mi pasaporte, y simplemente Dom para los amigos, también adoré.

mi raza. No soy un caniche cualquiera, sino uno de sangre real. Aunque más tarde me enteraré de que este rasgo adicional de los caniches de mi estatura, lo de “real” es, en realidad, una invención. Quizás sólo se trate de una estrategia de marketing de los vendedores de caniches de gran tamaño, que buscan la maera de sobrevivir en nuestro rincón de mundo, en tiempos de cierres de fábricas textiles y de regreso de la moda aristocrática.

 

Novedades en la mesa

De la británica Bryher (Annie Winnifred Ellerman), la novela histórica Beowulf, publicada por Seix Barral.