Los avances científicos y tecnológicos ocurren con tal velocidad que ya nadie se asombra de nada. Los damos por hecho, sin valorar que son resultado de saberes acumulados a lo largo de la historia. Hace poco más de medio siglo no ocurrió así. El mundo entero, deslumbrado por las transmisiones televisivas, dio fe de un evento que, en ese momento, puso todo en tela de juicio y echó a volar la imaginación. El 20 de julio último y de manera inadvertida, se cumplieron 54 años del primer alunizaje. Lo que en 1969 fue nota y cintillo global, hoy es apenas un vago recuerdo para quienes tuvimos oportunidad de vivir ese acontecimiento.

En plena Guerra Fría y en un contexto marcado por la carrera espacial entre Estados Unidos y la desaparecida Unión Soviética, la imagen transmitida desde el Mar de la Tranquilidad del único satélite de la Tierra, envió un auspicioso mensaje sobre las posibilidades que se abrían a la exploración cósmica. Al mismo tiempo, confirmó nuestra vulnerabilidad y la del planeta, cuyas dimensiones son insignificantes en el universo. La misión Apolo 11 acreditó el genio humano para acometer empresas que se antojan irrealizables y cumplirlas con éxito. También dejó ver que la ciencia y la tecnología, cuando se ponen al servicio de la paz, generan dividendos que son patrimonio común de todos los pueblos. Este fue, sin duda, el mérito de esa misión, cuyo espíritu reflejó bien el astronauta Neil Armstrong cuando, al pisar por primera ocasión la superficie lunar, pronunció la afamada frase: es un pequeño paso para un hombre, pero un gran paso para la humanidad. Y así fue.

Desde entonces, la ciencia ha progresado notablemente, a tal punto que las nanotecnologías y la inteligencia artificial manipulan información y amenazan con apropiarse de la capacidad de discernimiento de las personas. Se trata de un juego perverso, que propone realidades virtuales y abyectas, vulnera el desarrollo sostenible y merma la capacidad de la “esfera azul” para satisfacer las necesidades de sus fugaces habitantes. En estas condiciones, se habla una vez más de regresar a la Luna, pero ahora para hacer turismo o para buscar entornos que ofrezcan condiciones aptas para la vida. No es, como ocurrió en el siglo XV con Cristóbal Colón y en 1969 con el Apollo 11, un paso inédito que derive en encuentros y conocimientos. Es al revés, la degradación del planeta es de tal magnitud que lo que hoy se pretende es encontrar mundos alternativos, con la intención deliberada de que, quienes puedan hacerlo, abandonen la Tierra, la desechen por inviable y finquen sus reales en otros cuerpos celestes. Así las cosas, nuestro deteriorado “planeta viviente” estaría destinado a ser el barrio de los pobres y la extratósfera el espacio prometido de unos cuantos.

Suena a ficción, pero no es. Desde hace algunos años, agencias espaciales y empresas privadas de varias naciones trabajan en el proyecto “Artemisa”, para fincar presencia sostenible en la Luna y su órbita. La nota no inquieta, pero sí el efecto previsible de aventuras cósmicas que pretenden sacar al género humano de su entorno natural, en lugar de destinar recursos a su recuperación y al desarrollo con justicia social. Así las cosas, es oportuno evocar a Paulo VI, quien, entusiasmado por el primer alunizaje, señaló visionariamente que no debe olvidarse la necesidad y el deber que el hombre tiene de dominarse a sí mismo.

El autor es internacionalista.