Cuando se habla de diplomacia se presumen honradez política y los buenos oficios requeridos para afianzar amistad y colaboración entre los estados o para terminar una guerra y firmar la paz. Esta diplomacia, que podríamos llamar virtuosa, no ignora los derechos y obligaciones de dichos actores internacionales; tampoco sus aspiraciones a fortalecer lazos o superar desencuentros entre sí. Es en atención a estas razones que, en toda negociación, los agentes diplomáticos empeñan talento y herramientas para identificar argumentos que faciliten acuerdos y reduzcan tensiones.

Existe, sin embargo, otra cara de la diplomacia, que a contrario sensu, la asocia con el ejercicio de la violencia para perfilar una negociación a modo o someter al interlocutor. Vista así, la diplomacia no es oficio de virtudes sino instrumento para el regateo entre dos partes en conflicto, donde una es víctima y la otra victimaria.

La negociación diplomática presupone la buena fe, pero no siempre ocurre así porque, en casos de guerra, las partes buscan obtener ventajas y atender sus respectivos intereses, en términos de poder. Lamentablemente, cuando una de esas partes es más fuerte que la otra y establece precondiciones que impiden atender las razones estructurales del conflicto, esa buena fe se diluye y se alienta la escalada. Esta es, precisamente, la diplomacia de la violencia, de suyo amenazante y que aspira a que la parte débil (agredida), acepte términos que merman su resiliencia o la utilidad política de espacios formales e informales para la concertación.

La diplomacia de la violencia es inescrupulosa, premeditada y secreta; se finca en el poder duro y se ejerce para generar una respuesta irracional del interlocutor débil, incluso de sus aliados, que permita al agresor justificar la escalada y sus presuntos méritos. Siguiendo esta metodología, el victimario encasilla a la víctima para aislarla, desarticular sus reivindicaciones y cancelar su iniciativa en la negociación.

Estas reflexiones son útiles para analizar conflictos que, en principio, se limitan a las partes agresor-agredido pero que, en el proceso de escalada de la diplomacia violenta, incorporan a terceros actores, incluso poderosos. Estos últimos, atentos a sus propios intereses y auditorios, se limitan a brindar ayuda al agredido para contener el conflicto, no siempre para eliminarlo, conscientes del riesgo de que se desborden ánimos y se expanda a otras naciones o, peor aún, a escala global. Cuando así ocurre, el resultado es previsible: los conflictos se alargan, las partes involucradas se desgastan y se aleja la posibilidad de retornar al statu quo ante bellum.

Ante esta realidad, en todo conflicto armado es pertinente recurrir a la vía multilateral, al Derecho Internacional y a la diplomacia virtuosa. La trágica memoria de Hiroshima y Nagasaki alerta sobre el peligro de oponer a la guerra más guerra. Arriesgar el orden liberal y sus valores nos acerca a una tercera conflagración universal que, parafraseando a Albert Einstein, será previa a una cuarta en la que se usarán piedras.

El autor es internacionalista.