Considerado por Stephen King como “el príncipe oscuro y barroco de la historia del horror del siglo XX”, el estadounidense H. P. Lovecraft (20 de agosto de 1890-15 de marzo de 1937) pasó de ávido lector de novelas policiacas a creador de historias perturbadoras. La muerte prematura del padre y del abuelo oscurecieron su visión del mundo. Fracasó en su intento de vivir en Nueva York y prefirió la vida de la pequeña comunidad de Providence. Sus cuentos, novelas, poemas y ensayos son el mayor referente de la literatura de terror moderna. Transcribo las primeras líneas de su cuento “Él”.

Le vi una noche de insomnio, cuando paseaba desesperadamente, tratando de salvar mi alma y mis visiones. Mi traslado a Nueva York había sido una equivocación; porque al buscar el prodigio y la inspiración en los laberintos hormigueantes de calles antiguas que serpean interminablemente desde olvidados patios y plazas y muelles hasta patios y plazas y muelles olvidados también, y en las torres ciclópeas y pináculos que se yerguen negros y babilónicos bajo lunas menguantes, no había encontrado sino una sensación de horror y de opresión que amenazaba con dominarme, paralizarme y aniquilarme.

El desencanto había sido gradual. Al llegar por primera vez a la ciudad, la vi en el crepúsculo desde un puente, majestuosa por encima de las aguas, sus increíbles cúspides y pirámides alzándose delicadamente, como flores, entre estanques de bruma violeta, para jugar a con las nubes encendidas y los luceros de la tarde. Luego se encendió, ventana tras ventana, por encima de las trémulas corrientes donde había linternas que cabeceaban y se deslizaban, y unos cuernos profundos emitían gemidos espectrales, y ella misma se convirtió en un estrellado firmamento de sueños, saturada de mágica música, e identificándose con las maravillas de Carcassonne y Samarcanda y El Dorado, y con todas las ciudades gloriosas y místicas. Poco después me llevaron por esos rincones antiguos, tan caros a mi fantasía: estrechos, tortuosos callejones y pasadizos donde parpadeaban las fachadas de rojo ladrillo georgiano con sus buhardillas de cristales pequeños sobre portales con columnas que en otros tiempos vieron doradas sillas de mano y decoradas carrozas…, y al descubrir, en mi primer entusiasmo, todas estas cosas largo tiempo deseadas, creí haber alcanzado efectivamente los tesoros que con el tiempo harían de mí un poeta.

Pero no iban a llegar a mí el éxito y la felicidad. La chillona luz del día reveló tan sólo mugre, nociva elefantiasis de piedra que se elevaba y se extendía, allí donde la luna había puesto encanto y magia antigua: y las multitudes de gentes que hervían por las calles en riadas estaban formadas por extranjeros rechonchos y atezados de rostro duro y ojos estrechos, extranjeros astutos, sin sueños ni afinidades con el paisaje de su entorno, y que jamás tendrían cosa alguna que ver con un hombre de ojos azules del antiguo pueblo que lleva las verdes callejuelas y los limpios y blancos campanarios de las villas de Nueva Inglaterra en el corazón.

Así que, en vez de la inspiración poética que había esperado, me llegó sólo una negrura estremecedora y una soledad indecible; y comprendí al fin la espantosa verdad que nadie se había atrevido jamás a formular –el inconfesable secreto de los secretos–: que esta ciudad hecha de piedra y de estridencias no es una perpetuación sensible del viejo Nueva York como Londres lo es del viejo Londres y París del viejo París, sino que está completamente muerta, con el cuerpo imperfectamente embalsamado […]