En el aniversario de Marco Aurelio Carballo (Tapachula, 20 de septiembre de 1942- Ciudad de México, 1 de agosto de 2015), transcribo su cuento “Dos problemas para el Diablo Cruz”, que forma parte de la antología La tarde anaranjada (1988).

El espectador sentado detrás casi le tira el sombrero de un manotazo a El Diablo Cruz. Primer problema. Hubiera querido volverse y dar su merecido al pelado aquel. Acarició el bulto a la cadera, bajo la chamarra. Pero su estado de ánimo era excelente y habría bronca sólo si agotaban su paciencia. Por fin exhibían en el pueblucho una de vaqueros y gringa. Película a su altura, la de un hombre bragado como lo reputaban en su pueblo, no en el agujero donde vivía escondido ahora. Se descubrió la cabeza y colocó el sombrero en las piernas, maniobrando inseguro a causa de las chucherías que iba a comer. Se sentía hasta el copete de películas amelcochadas o insulsas, de hijos que abandonan a sus padres o de padres que abandonan a sus hijos, o de narcotraficantes de pacotilla, pintados como si de mongoloides se tratara o de bestias negadas para el amor o el cine de calidad. Cuando supo que exhibirían tres veces esa tarde la de vaqueros, fue incapaz de esperar la segunda función. Arrojó por allá el periódico y salió corriendo del hotel donde se escondía en tanto olvidaban la muerte del detective soplón, a cientos de kilómetros de distancia. Jugando en la bolsa con el número justo de monedas, para que la empleada de la taquilla no saliera con que no había cambio, se puso en primer término al frente de la cola. Dentro compró palomitas, bombones y un bote de refresco, y en la sala eligió a su juicio la mejor butaca, en medio y cerca del pasillo, por si las moscas. Desconocían su paradero, confiaba, pero aún sentado en un recinto oscuro permanecía alerta.

Metido en el cine recordaba siempre aquella novela policiaca ilustrada, donde el asesino encaja, por uno de los ojos, un picahielo en los sesos de su víctima, mientras veía confiado una película.

Antes de llegar a la mitad de la cinta de vaqueros, El Diablo Cruz había hecho una bola arrugada con la bolsa gigante de palomitas, y comía uno a uno los chocolates. A veces, un sorbo al refresco de lata. El galán había despachado a casi la totalidad de los miembros de la banda, pero antes de llegar a donde tenía escondida a la muchacha cayó en una trampa, y tuvo que rendirse. Ahora vendría lo bueno. ¿cómo saldría de ésta el muchacho? Olvidó los bombones de licor de cereza y el refresco.

El Diablo Cruz debía situarse junto a los malos por razones de oficio, y reaccionaba en sentido contrario. Nunca supo el motivo de tales sentimientos inexplicables. En cuanto película, porque en la vida real había que verlo resolver y actuar.

El segundo problema surgió cuando el héroe pataleaba sujeto del pescuezo y pendiente de la rama de un árbol. El Diablo Cruz actuó con la celeridad que la había conferido fama en su banda. Si tarda un segundo, la cuerda rompe el pescuezo del muchacho, y eso no lo hubiera permitido El Diablo Cruz. Dejó caer los bombones y el refresco, y disparó el primer balazo contra la pantalla. Las viejas saltaron, chillando que un loco quería matarlas y, antes de oír el tropel del gentío rumbo a la salida, El Diablo Cruz reventó la cuerda con otro disparo de su treinta y ocho.

 

Novedades en la mesa

La nueva novela de la francesa Muriel Barbery, Un ahora de fervor (Seix Barral, 2023), traducida por Isabel González-Gallarza.