Pocos artistas pueden ufanarse de haber creado una estética definida e inconfundible, y si bien ninguno puede dejar de reconocer ascendentes e influencias manifiestas, el caso del colombiano y universal Fernando Botero (Medellín,1932-Mónaco, 2023) llama particularmente la atención porque terminó por imponerse, como otros grandes maestros de la plástica, contraviniendo modelos establecidos y a contracorriente. Seguido e incluso imitado con mayor o menor fortuna por otros, Botero acabaría siendo artífice de una obra única, cuya poética de estrechos vasos comunicantes tienen que ver a su vez con la tradición y la originalidad, con la violencia como uno de los signos distintivos de sus natales Medellín y Colombia, con la sensualidad y el erotismo, con rasgos identitarios de sus orígenes, con el humor como vía de expresión crítica, con el mundo y la nomenclatura de la tauromaquia donde igual se formó al llamado de uno de sus tíos, con la poesía que emana del trópico y de la propia cotidianidad.

Y como “infancia es destino”, como bien escribió Freud, en la obra de Botero igual están presentes de manera definida la muerte que en su caso específico le impactó desde la inesperada de su padre cuando él era niño. Su madre costurera desde entonces se encargaría sola de él y de su hermano recién nacido, en un rudo contexto de ausencias y penurias que parecieran haber contribuido definitoriamente a descubrir y detonar su verdadera vocación artística. Después de haber estudiado la primaria y el bachillerato en colegios de su natal Antioquia, así como tauromaquia en la escuela de la plaza de La Macarena de Medellín donde tuvo un accidente que contribuyó a revelarle su verdadera vocación al sentirse inspirado a pintar una acuarela sobre el tema, su propia madre sería determinante en el curso de su carrera.

Vinculado desde entonces al medio al realizar ilustraciones para el periódico local El Colombiano con lo que se costeaba sus estudios, muy pronto definió sus querencias estéticas tan diversas como complementarias en la conformación de su personal estilo, entre otras, la escuela renacentista italiana, el muralismo mexicano, los propios maestros de su natal Antioquia, el expresionismo abstacto, el arte pop y sobre todo Picasso en sus a la vez muy distintas etapas. Muy sabida es la ñoña y burda reacción del Colegio Bolivariano cuando escribió un artículo donde proclamaba sus profundos débito y admiración para con la obra del genial gran artista malagueño, cuando la ramplona censura calificó sus dibujos como “obscenos”.

Vitales serían de igual modo sus primeros itinerarios de formación frente a las esculturas de Pietra Santa en Italia, y después sus no menos sustantivos recorridos exhaustivos de iniciación por París, por Nueva York, por Montecarlo, que decantaría más tarde en largas estancias de trabajo, sobre todo al lápiz y a la tinta, para ir soltándose la mano, como él mismo decía, en Zihuatanejo, en México, y en Rionegro, en Colombia. Consecuencia de ese casi obsesivo quehacer desembocaría en sus dos primeras exposiciones individuales en la galería del notable fotógrafo también de Aracataca Leo Matiz ––amigo entrañable de su coterráneo Gabriel García Márquez y de Álvaro Mutis––, en sentido estricto el arranque real de su muy promisoria carrera. De esos años son de igual modo sus primeros premios en concursos y bienales.

Con lo recibido por el premio y la venta de algunas de sus obras viajó primero a Barcelona y después se estableció en Madrid donde se inscribió en la Real Academia de Arte de San Fernando,​ y como tantos otros artistas en situación precacia, realizaba dibujos y pequeñas pinturas a las afueras del Museo del Prado para subsistir. Con nuevas estancias en París y en Florencia donde se inscribió en Academia de San Marcos, profundizó en el estudio de la obra de artistas que mucho admiraba como Piero della Francesca, Paolo Uccello y Tiziano. Este intenso recorrido​ y el estudio a profundioad de Los pintores italianos del Renacimiento de Bernard Berenson contribuirían a detonar una en su caso muy gozosa experimentación  con el volumen, en especial atraído por la noción de “valores táctiles” y “tridimensionalidad” que la obra del experto lituano adjudicaba en especial a Ucello y a Giotto, y que en el artista colombiano contribuirá a desarrollar su tan personal estética. ​

A partir de esta indagación Botero descubrió un lenguaje propio que primero se evidenciaba en objetos de sus naturalezas muertas y bodegones, y que más tarde trascendió a sus característicos personajes interactuando con objetos, dentro de un universo estético cuya unidad resalta en todos los formatos, técnicas y especialidades que abordó.​ Su primera exposición en Nueva York marcaría el inicio de su consagración internacional, intensificándose así los que él mismo denominó como sus batallas personales, sus combates lienzo a lienzo, del arte contra el tiempo y de la belleza contra la muerte, donde la ironía y el desparpajo tensan una iconografía igualmente única. Por fin profeta en su propia tierra, de regresó a Bogotá sería nombrado docente de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional de Colombia.

Artista prolífico y versátil, donde el siempre espléndido dibujante marca la pauta, Fernando Botero produjo una obra variada y numerosa, presente en muchos espacios cerrados y abiertos del mundo, y sus extraordinarias y generosas donaciones de obras propias y ajenas, de su legado personal, constituyen ya visitas obligadas de los locales y viajeros, en especial sus museos en Bogotá y en Medellín que forman ya parte invaluable de legado artístico de esas ciudades. Todavia resuena en mi memoria la impactante exposición que pude ver hace unos años en Monterrey de casi ochenta imágenes que retratan las abyectas prácticas de tortura de Abu Ghrain, hoy parte importante del acervo de su Museo en Bogotá, y donde el gran artista colombiano mostraba su profunda indignación ante esa y otras manifestaciones de la inagotable barbarie humana. ¡En paz descanse!