Recato, mesura y quizás buen trato es lo que se espera de quien ha sido investido con una función pública. Nadie espera la burla. Dada su naturaleza, la obligación primaria es actuar en beneficio de la comunidad y de todos quienes la integran, sabiéndose que las preferencias, las opiniones y los intereses son distintos y tendrían que sopesarse y conciliarse. En el todo, la pluralidad es rasgo distintivo; en la conducción, la decisión es indispensable.

En la política democrática basada en el reconocimiento de la igualdad de las personas para participar y concurrir a conformar la voluntad colectiva a través de distintos instrumentos, los cauces de las normas previamente adoptadas constituyen el espacio de certidumbre de la convivencia. Hay valores compartidos, principios enunciados y reglas vinculantes.

Temerario sería negar la evolución de nuestro país para establecer instituciones y procedimientos de acceso al ejercicio del poder público que pusieran en el centro la voluntad de cada persona ciudadana para determinar a quién se confiere un cargo de representación popular: competir en condiciones de equidad.

Retos para hacer realidad ese objetivo hay muchos, y posiblemente el principal sea la generación de oportunidades de vida para el ejercicio de la ciudadanía: formación para contribuir productivamente a la sociedad o educación y trabajo que permitan superar el hecho de “vivir al día”. Y, desde luego, los ámbitos sociales para la participación, destacadamente los partidos políticos y los medios de comunicación.

Es cierto que los primeros no evolucionaron al mismo ritmo que los componentes institucionales del sistema electoral y no han traído consigo procesos identificables de formación ciudadana y muy escasos de cuadros políticos, y que los segundos son empresas que cumplen su papel subordinado a la ley del mercado, pero esas circunstancias no invalidan el sentido deseado de su contribución a la construcción de una sociedad democrática.

En un Estado marcado por la formación y consolidación de un sistema presidencial con capacidades políticas más allá de las facultades constitucionales, al grado de que el “ismo” -el presidencialismo- se convirtió en la palabra ordinaria para denominarlo, y que se acompañó con un partido político conformado desde el poder no para acceder a éste sino para mantenerlo, el comportamiento de quien recibe temporalmente la titularidad del Ejecutivo resulta fundamental para la práctica cotidiana del régimen democrático.

Si reducimos la transición democrática iniciada en 1977 por el agotamiento de la presidencia sin controles democráticos -equilibrio de poderes y rendición de cuentas- y el modelo de partido hegemónico, nos toparíamos con tres cauces para la transformación: (i) el reconocimiento de la pluralidad en el sentido no sólo de escuchar y registrar voces distintas a las del poder, sino de su legítima aspiración y válido derecho a asumir funciones y ser mayoría por la decisión popular; (ii) la sujeción de los comicios -organización, desarrollo y resolución de controversias- al imperio de la ley, con base en la conformación y actuación de órganos con autonomía del Ejecutivo y sus eventuales mayorías en las cámaras; y (iii) la autocontención de quien ejerce la presidencia de la República para ceñir su conducta a lo que dispone el orden jurídico, dado el régimen de responsabilidades que lo rige y su diseño para que no le sean verdaderamente exigibles.

Por estos antecedentes es que resulta particularmente grave el desafío, el desacato y la burla hacia las autoridades electorales con los cuales se conduce el presidente Andrés Manuel López Obrador. Hay demasiada evidencia sobre la actuación presidencial en violación de la Constitución y las leyes, al grado incluso de señalar que la ley no lo constriñe cuando a su juicio se aparta de lo que él considera lo justo. Esa es una de las pruebas de la autocracia que tenazmente ha construido.

Cuando el inquilino de Palacio Nacional decide que puede hacer propaganda gubernamental con intenciones electorales o incluso propaganda electoral en sus apariciones públicas y principalmente en el programa de información y opiniones del poder ejecutivo que realiza casi todos los días, a pesar de la limitación expresa del artículo 134 constitucional y de las determinaciones de las autoridades electorales, pone no sólo en tensión, sino que quiebra los consensos de la transición democrática.

Basta escuchar o leer sus palabras: no reconoce más opción para ejercer el poder que la propia, no se sujeta a la ley y se regodea -ahí la ley sí es la ley- en saber que la inmunidad de que disfruta se transformará en impunidad.

La propaganda y no la gestión pública es el corazón y la realidad del presente período presidencial. Claro que pedirle al Ejecutivo que la información gubernamental sea eso y no propaganda es demandarle un comportamiento democrático al cual no está dispuesto. La 4T -de los 1000 años- no podría ser contenida por los valores, principios y normas que se incorporaron a la Constitución para que los derechos políticos de las personas ciudadanas se ejerzan en las mayores condiciones de libertad, igualdad y equidad.

El Ejecutivo no cambiará. Su oferta es la regresión política al modelo presidencialista con partido hegemónico y democracia tutelada, y sus vehículos son la propaganda y el control de los canales para irradiarla. ¿Qué puede hacerse ante esta realidad hoy incontrovertible?

Quienes en el Instituto Nacional Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación colegiadamente ejercen las funciones de Estado que les fueron conferidas tienen ante sí la responsabilidad máxima: que impere la ley por los principios y valores que tutela.

En los partidos de las oposiciones la tarea no es menor: convencer que el avance de la autocracia populista es contrario al desarrollo político, económico, social y cultural de la Nación y los bienes públicos y beneficios de esa ruta.

Y en el conjunto de la ciudadanía la decisión soberana: ¿a quién, por qué y para qué confiar la conducción de los asuntos públicos? No es sólo que los pueblos -como se dice- tengan el gobierno que merecen, sino exigir del gobierno la sociedad que el pueblo merece. En estos tres ámbitos se responderá la burla presidencial.