El británico Edward Phillips Oppenheim (22 de octubre de 1866-3 de febrero de 1946) escribió unas cien novelas de intriga, para ello, decía que trataba de ir enlazando una serie de acontecimientos en apariencia insignificantes. Transcribo las primeras líneas de su cuento “La extraña anormalidad”.

Durante las horas del trabajo diurno, Roden Street, esa calle angosta que pone en comunicación dos de las mayores arterias del norte de Londres, está superpoblada de peatones y tráfico de toda clase.

A las tres de aquella borrascosa mañana de marzo, estaba curiosamente vacía.

Benskin, sintiendo en su camino de regreso a casa un repentino deseo de fumar, miró lleno de esperanzas a la solitaria figura que se acercaba, esperanza que se convirtió en satisfacción al darse cuenta de que el hombre, que avanzaba con largos y pausados pasos, iba fumando.

Coincidieron casi debajo de una de las farolas eléctricas.

—Le importaría darme lumbre? —le preguntó Benskin, excusándose.

El recién llegado se metió la mano en el bolsillo y sacó un mechero con piedras preciosas, que procedió a encender. Benskin, que era un excelente observador de los hombres y de sus costumbres, se sintió un poco intrigado por este paseante tempranero.

Era un hombre de buena presencia, de rostro pálido y de vigorosos aunque ascéticos rasgos, y vestido con un esmero tal que en un hombre más joven se hubiera aproximado a la vanidad.

Su abrigo negro, que había abierto para buscar el mechero en su bolsillo, dejó al descubierto, como era adecuado a su traje de etiqueta, una corbata blanca, cuyo lazo estaba hecho con meticuloso cuidado, y una botonadura de perlas, no muy grandes pero exquisitamente escogidas… Los zapatos de charol y el sombrero de copa ponían de manifiesto las asiduas atenciones del perfecto mayordomo.

Sin embargo, había una extraña anormalidad en su toilette, en la que el hombre que estaba encendiendo ahora su cigarrillo se fijó con inesperado interés. Entre la segunda y la tercera perla que servían de botones a su camisa se veía una manchita que, para los ojos experimentados de Benskin, era indudablemente una mancha casi imperceptible de sangre.

Benskin apagó la llama del mechero y se lo devolvió al hombre tras darle las gracias. Su propietario volvió a metérselo en el bolsillo, se abotonó el abrigo y se alejó con un breve “buenas noches”.

Durante un segundo, mientras los dos hombre se ponían en marcha, cambiaron entre sí miradas más o menos inquisitivas.

En los ojos grises del desconocido no había expresión alguna, excepto la de una fútil curiosidad. Benskin, sin embargo, experimentó otra sensación… en cierto modo profesional, sin duda, inspirada, en alguna medida, por esa extraña mancha en la por otra parte impecable apariencia del hombre. Parecía imposible que hubiese pasado la noche, donde quiera que fuese, con esa fea mancha de sangre en su camisa.

Su forma de conducirse, moderada y tranquila, demostraba que no se había visto complicado en ninguna aventura.

No obstante, el convencimiento de que existia alguna historia relacionada con esa fea mancha de sangre permaneció en el pensamiento de Benskin durante largo rato después de haber observado cómo se desvanecía aquel tempranero en la luz del final de la calle.

 

Novedades en la mesa

De Pierre Lemaitre, Diccionario apasionado de la novela negra, traducido por José Antonio Soriano Marco (Salamandra, 2022).