La narrativa de Fernando Vallejo (Medellín, Colombia, 24 de octubre de 1942) está cargada de insolencia, rebeldía, humor negro y musicales frases lapidarias. Ha sido iconoclasta y escéptico. Mexicano por adopción, Colombia sigue siendo el centro de su literatura. De lo más reciente de su obra, escojo su versión de un dictador, Memorias de un hijueputa (Alfagura, 2019), de la que transcribo las primeras líneas.

Colombianos: atropelladores, paridores, carnívoros, cristianos, ¿hasta cuándo van a abusar de mi paciencia? ¿Piensan que van a seguir impunes como hasta ahora, de fiesta en fiesta sentados en sus culos viendo darle patadas a un balón?

Empecé como presidente, seguí como dictador y hoy ando de tirano superándome en mis hazañas. Idos son los tiempos en que fusilaba. No bien asome mañana el astro rey su cabeza loca por entre el cendal de nubes del amanecer de la sabana empiezo la decapitadera. Testas cabelludas son las que van a rodar en las plazas de Colombia, van a ver. El pavimento, el empedrado, el embaldosado, lo que sea, de esas malditas ágoras en que hierve el populacho cuando por a o por be o por ce se congrega a aclamar gentuza, se teñirá de rojo, y de la bandera tricolor, vuelta monocromática por mi voluntad soberana, desaparecerán el amarillo y el azul para dejar tan sólo, ampliado a todo su ámbito, el refulgente color de la sangre. Convertidos mis fusiladeros en degolladeros aquí no va a quedar defensor de los derechos humanos ni títere de la Corte Penal Internacional de La Haya con cabeza. Adiós a la alcahueta Declaración de los Derechos del Hombre de la Revolución francesa porque otra revolución, aun más decapitadora, los reemplazará por deberes. Así que ya saben, connacionales, adiós a las fiestas civiles y religiosas, a los puentes y superpuentes, a los partidos de futbol y copas mundo y cuanta alcahuetería haya parido la mente putrefacta de los curas y los políticos que los han gobernado durante su miserable Historia. Muy mal acostumbraditos me los tenían, ¿eh? Los voy a enderezar, a levantar del culo hasta mi altura moral. ¡Y ojo con la gratitud para conmigo! Que no se traduzca en el abyecto “Dios se lo pague” de este país mendicante (¿y cuándo han visto a ese Puto Viejo Insolvente pagar un peso?) Ni en estatuas que cagan las palomas. Los agradecimientos a mí me sobran, hago el bien porque me lo dictan las pelotas. Las que me cuelgan, grandes como las de mi amigo Gabito, como huevos prehistóricos.

Palomitas, ejército alado del Espíritu Santo, el Paráclito: volad al parque de Bolívar que por la estatua a caballo de este granuja venezolano lo conoceréis. Cabalga en bronce sobre un pedestal de mármol y el caballo le queda chiquito porque así lo quiso el escultor por rastrero, para engrandecer al jinete, que casi toca el suelo con las patas. Obrad a gusto sobre él, bañadlo de porquería. Lo llaman “el Libertador”, ¿pero de qué nos libertó? ¿De los curas y los burócratas? Ahí siguen, mamando, pero camino a mi tumbacabezas, de mecanismo digital y bajo control del GPS, muy superior a la guillotina de monsieur Guillotin, una máquina burda, improvisada, hecha al vapor antes del siglo del vapor. En medio de un hervidero sanguinolento de cabezas cercenadas nació la maldita revolución de los derechos; en medio de otro nace ahora la bendita revolución de los deberes […]

 

Novedades en la mesa

De la saga de Los pilares de la tierra, Ken Follet presenta la quinta entrega, La armadura de la luz (Plaza y Janez, 2023), traducido por Anuvela.