Primero violonchelista y después narradora, Katherine Mansfield (Nueva Zelanda 14 de octubre de 1888-Francia, 9 de enero de 1923) tuvo una vida corta, entregada al amor y la belleza, y dejó una obra sólida: cuatro colecciones de relatos, más diarios y correspondencia póstumos. Transcribo las primeras líneas de uno de sus relatos más antologados, “El viaje” (traducción de Lucía Graves y Elena Lambea para Alianza Editorial).

El barco de Picton debía zarpar a las once y media.

La noche era hermosa, tibia, llena de estrellas, pero cuando salieron del taxi y empezaron a caminar por el Muelle Viejo que sobresalía en el puerto, una ligera brisa procedente del mar se coló bajo el sombrero de Fenella y tuvo que levantar la mano para sujetárselo. El Muelle Viejo estaba oscuro, muy oscuro; los tinglados de lana, los camiones del ganado, las grúas erguidas a gran altura, la pequeña y maciza locomotora, todo parecía estar labrado en una oscuridad sólida. Aquí y allá, sobre un montón redondo de madera que parecía el pie de un gigantesco hongo negro, colgaba algún farol, pero parecia tener miedo de desplegar su tímida y temblorosa luz en aquella negrura; ardía suavemente, como para sus adentros.

El padre de Fenella caminaba con pasos rápidos y nerviosos. A su lado, abuelita le seguía apresuradamente con su crujiente impermeable negro; iban tan deprisa que de vez en cuando Fenella tenía que dar un saltito indigno para que no la dejasen atrás. Además de llevar su equipaje, atado cuidadosamente en forma de salchicha, Fenella iba abrazada al paraguas de su abuelita, cuyo mango, que era una cabeza de cisne, golpeaba continuamente su hombro con un agudo picotazo, como si también la estuviera apremiando… Por su lado pasaban hombres a toda prisa con las gorras caladas y los cuellos subidos; unas cuantas mujeres muy abrigadas corrían con pasitos menudos; y un niño diminuto, que envuelto en un chal blanco de lana mostraba sólo sus pequeñas extremidades negras, avanzaba a fuerza de empellones entre su padre y su madre; parecía una mosquita en un vaso de leche.

Entonces, súbitamente, tan súbitamente que Fenella y su abuelita dieron un salto, se oyó, ¡Mia-uu-uu- UU! por detrás del tinglado de lana más grande, encima del cual estaba suspendida una estela de humo.

—Primer pitido —dijo su padre brevemente, y en aquel momento avistaron el barco de Picton. Atracado junto al oscuro muelle, todo listo, todo él adornado con sartas de luces redondas como cuentas doradas, el barco de Picton parecía más dispuesto a zarpar hacia las estrellas que al frío océano. La gente se apiñaba en la pasarela. Primero pasó su abuelita, luego su padre, luego Fenella. Había un gran escalón para bajar a la cubierta, y un viejo marinero con jersey le tendió la mano reseca y dura. Ya habían llegado; se apartaron del paso de la gente presurosa, y bajo una escalerilla de hierro que conducía a la cubierta superior, empezaron a despedirse.

—Toma, madre, aquí tienes tu equipaje! —dijo el padre de Fenella, dándole a la abuela otra salchicha atada.

—Gracias, Frank.

—¿Tienes los billetes del camarote en lugar seguro?

—Sí, querido.

—¿Y los demás billetes?

Y la abuela palpó su mano enguantada y le enseñó las esquinas.

—Está bien.

Parecía hablar con severidad, pero Fenella, que le observaba cuidadosamente, vio que estaba cansado y triste. ¡Mia-uu-uu-U-U! El segundo pitido sonó con estruendo justo encima de sus cabezas, y una voz como un lamento gritó: “¿Alguien más para la pasarela?”

 

Novedades en la mesa

Del español Ray Loriga, la novela ganadora del Premio Alfaguara, Cualquier verano es un final (2023).