La política exterior de todo Estado atiende al interés nacional, el cual genera desencuentros debido a las múltiples interpretaciones que se le pueden dar, en especial cuando se trata de sus componentes “vitales”. En el caso de las potencias (reales y aspiracionales), sus políticas exteriores son esencialmente unilaterales e inflexibles; son también consecuentes con una idea de ese interés definido en términos de poder duro, es decir, de un poder que, para lograr objetivos, recurre a todos los medios necesarios, incluso el uso o la amenaza del uso de la violencia. Desde esta perspectiva, dichas políticas exteriores son previsibles porque están concebidas para preservar, fundar o recuperar hegemonías, así como para defender recursos estratégicos y activos económicos. Igualmente, y por su propia naturaleza, son maleables a la coyuntura y pocas veces siguen principios éticos y jurídicos de validez universal.

Otra cosa sucede con las políticas exteriores de países de la periferia, que conviven en un entorno mundial complejo, incierto y hasta caótico, que de manera contradictoria les ofrece oportunidades de desarrollo al tiempo que condiciona sus opciones de alineamiento diplomático. En su beneficio, tales países no podrían definir su interés nacional en términos de poder duro y sí, en cambio, en función del objetivo prioritario de preservar su integridad territorial y soberanía, así como su legítimo anhelo de desarrollo con justicia. Con base en ello, sus recursos más eficaces de política exterior son el poder suave (cultura, turismo, estabilidad interior), sus ventajas comparativas y su observancia del Derecho Internacional. Como regla de oro, tales políticas exteriores están llamadas a evitar los entretelones que alimentan discordias internacionales, a no caer en el terreno del oportunismo político o, peor aún, a improvisar frente a circunstancias globales que parecen atractivas pero que son coyunturales.

La apuesta de estos dos grandes grupos de países para que sus políticas exteriores ofrezcan resultados, pasa por la previsibilidad de sus respectivas tradiciones diplomáticas. Dicho de otra manera, por la expectativa que a lo largo de los años han generado en la comunidad mundial por la consistencia – o no – de su comportamiento internacional. Precisamente en esa consistencia descansa la credibilidad de cualquier política exterior ya que, cuando muta de un día a otro, demerita su seriedad y pierde capacidad de interlocución para avanzar intereses. Y si hablamos de reputación, lo mismo da si la política exterior persigue afanes de poder (realismo) o es consecuente con el principismo (idealismo), precisamente porque esa reputación (buena o mala) también se construye a través del tiempo. Por cierto, para naciones que no son potencias globales, pero si regionales, el cuadro es complejo porque involucra un proceso de toma de decisiones que gira alrededor de una definición polémica de su interés nacional, así como de las estrategias de persuasión y disuasión, no siempre pacifistas, que se despliegan para atenderlo en entornos inestables. Sobra decir que, en estos casos, las improvisaciones suelen ser poco eficaces, onerosas y riesgosas. Cierro esta breve reflexión señalando que, con ánimos polarizados en Levante y cuando existe la posibilidad de edificar un nuevo orden mundial, es de esperar que las políticas exteriores se orienten hacia la obtención de resultados a favor del Derecho Internacional.

El autor es internacionalista.