El más talentoso e inspirado de los discípulos de Arnold Schönberg, y quien al menos en el terreno lírico-musical superó claramente a su maestro, en Alban Berg (1885-1935) se vieron potenciadas algunas de las cualidades del padre del dodecafonismo, entre otras, su disciplina mental y su fuerza expresiva. El expresionista más dotado de la llamada Escuela Vienesa, se erigió como el romántico de la técnica dodecafónica, en cierto modo continuador de una robusta herencia que se había consolidado con la impronta innegable de compositores anteriores de la talla de Wagner y Mahler,  y que harían profunda mella en el primer Schönberg donde brilla una partitura colosal como su imponente Gurrelieder.

El músico más capaz y sensible de su generación, y por lo mismo quien de su grupo consigue una comunicación más inmediata y estrecha con el oyente, qué duda cabe que obras suyas como las óperas Wozzeck y Lulú y su Concierto para violín forman parte ya del repertorio universal. Vienés como su venerado maestro, y también inicialmente de formación autodidacta, el lustro en que estudió y convivió más estrechamente con Schönberg (1905-1910) sería determinante para terminar de pulir esa gema en bruto y detonar así la indómita creatividad de este antes apenas dedicado auxiliar contable. “Aristócrata del arte”, pues su relativamente corta vida transcurrió sin grandes contratiempos, desde que descubrió su verdadera vocación se dedicaría de lleno y exclusivamente a la música, con paciencia y esmero, porque tenía claro que en el oficio del arte debía imperar siempre la “búsqueda de la perfección”.

Aunque autor de un catálogo no muy extenso, pues arribó a la composición ya no muy joven y su carrera fue interrumpida por una muerte prematura e inesperada, en plenitud de sus facultades creativas, el legado de Alban Berg resulta sólido y significativo. Al igual que su maestro, se fue liberando paulatinamente del posromanticismo característico en sus primeras composiciones sobre todo en los terrenos del lied y el camerístico, con un claro punto de quiebre manifiesto en sus Cinco canciones escritas a partir de textos de Peter Altenberg donde ya se revela un lenguaje atonal-expresionista propio e intensamente dinámico en sus matices. A través de un lenguaje previsto hasta en sus más mínimos detalles, la última de estas cinco canciones echa mano ya de una serie de doce sonidos, antes incluso que el propio Schönberg, en una rápida y consistente revolución de escritura que se hace mucho más patente en sus Tres piezas orquestales de 1914, con claros efluvios de una primera conflagración planetaria encima.

Durante la Primera Guerra Mundial y los años inmediatos trabajó exhaustivamente en la creación de su ópera Wozzeck, que implicó un salto decisivo tanto en su visión del mundo como del papel que debe jugar la música de frente a su tiempo. Auténtica obra de confesión, Wozzeck tuvo su estreno en Berlín en 1925, y constituyó un verdadero acontecimiento en la historia de la música contemporánea, por su novedosa concepción tanto musical como dramática que la colocaba a la cabeza de lo que podía lograrse en un escenario, sin dilación ni eufemismos. Basado en un homónimo dramático de Georg Büchner de 1837, Berg echó aquí mano del poder de la síntesis y lo redujo a una pieza breve, si bien siguiendo al pie de la letra la prosa realista del original, resignificando su honesta preocupación social para con los desamparados que son aquí su razón de ser. Ciertamente el autor no trabajó tal y como lo hacían los poswagnerianos en sus dramas sinfónicos, sino que basó cada una de sus quince escenas en formas musicales independientes, a decir, suite, sinfonía, fuga, rondó, scherzo, pasacalle y variación.

Ya un clásico de la lírica musical del siglo XX, una auténtica vuelta de tuerca, el Wozzeck de Alban Berg supuso un complejo trabajo de sujeción sólo posible a partir de un pleno conocimiento de la crítica situación que implica la supresión de los sólo hasta después probados y seguros medios de la tonalidad, de todas las posibilidades creacionales a partir de ella. Obra predominantemente atonal, si bien no utiliza todavía la técnica serial, conserva sin embargo en varias escenas el sentido de la tonalidad, y ese contraste es precisamente uno de sus grandes hallazgos, que exacerban el propio sentido dramático de un todo profundamente conmovedor. A la par, aquí y allá, saltan, al azar, canciones populares armonizadas por el mismo compositor, como sucede por ejemplo en la canción de cuna que entona María.

En el tratamiento de la voz humana, terreno en el que Berg hace otra sustantiva aportación, el compositor utiliza la “declamación rítmica” donde sigue el ejemplo del Pierrot lunaire de Schönberg. En lo que respecta a la orquesta, es tratada de manera virtuosística, casi como si fuera toda ella un solo instrumento, yendo del sonido más amplio y expresivo hasta la austeridad sonora camerística; como en Wagner, constituye el fondo psicológico, subrayando así la efervescencia dramática del original. La fuerza expresiva y el dramático realismo implícitos en la fuente primera se transmiten aquí al margen de recursos formales, si bien son éstos los que garantizan el equilibrio y la unidad, su perfección.

De mediados de la década de los veinte son también su Concierto de cámara para violín, piano y trece instrumentos de viento, y su Suite lírica para cuarteto de cuerdas donde empleó claramente la técnica serial de Schönberg, pero no como un mero imitador sino aportando su propia iniciativa, sin dejar por supuesto de rendir homenaje a su maestro. En el primero, con anagramas fónicos de los nombres de su modelo, de su condiscípulo Anton von Webern y él mismo, responde más a un acento poético. La Suite lírica es también un tributo a Wagner, específicamente a su Tristán e Isolda, conforme trasluce su típico cromatismo inconfundible, y con ello la rememoración de una escuela posromántica a la que tampoco terminó nunca de renunciar del todo.

Su aria de concierto “El vino” sobre un texto de Baudelaire y su extraordinario Concierto para violín (su última partitura concluida) forman la más madura y lograda creación concertística dodecafónica de Alban Berg. En su citado único concierto para violín, auténtica obra maestra y una de las partituras estelares para este instrumento del repertorio contemporáneo, Berg eligió la serie de tal manera que se producen acordes aparentemente tonales, lo que fue mal visto por Schönberg, hallándose en el segundo movimiento un coral de Bach en su armonía original dentro de un entorno absolutamente atonal. Profundamente conmovedor, fue escrito a la muerte de Manon Grupius, hija de Alma Mahler y el famoso arquitecto creador de la Bauhaus, y en su dedicatoria (“A la memoria de un Ángel”) muestra la honda emoción que le produjo el deceso de la joven hija de sus dos queridos amigos.

Alban Berg no llegó a terminar su segunda ópera maestra Lulú (del tercer acto sólo dejó dos escenas y algunos bocetos), escrita a partir de la síntesis y la unificación de dos piezas teatrales de Frank Wedekind de problemática muy distinta a su título anterior: Genio de la tierra y La caja de pandora. Estrenada dos años después de la muerte del compositor en Zúrich, en 1937, comenzó a imponerse en los teatros operísticos tras las revolucionarias y audaces puestas en escena de Günther Rennert y Wieland Wagner. Instinto escénico e imaginación hacen de Lulú una obra perfecta, en cuyo fascinante panorama se despliegan los más intrincados abismos y pasiones del ser humano, haciendo coincidir severo formalismo con ardorosos sentimientos típicos del romanticismo.