Sobreviviente del campo de concentración de Auschwitz, el húngaro Imre Kertész (9 de noviembre de 1929-31 de marzo de 2016) inició en 1975 la publicación de una serie de novelas y relatos autobiográficos. En principio incomprendidos por críticos y lectores, se ganó la vida como periodista y traductor. A partir de 1995 los premios empezaron a llegar uno tras otro, hasta el Nobel de Literatura (2002). Trancribo las primeras líneas de su primera e icónica novela autobiográfica Sin destino (Círculo de lectores, 2000), traducida por Judith Xantús Fzarvas.

Hoy no he ido a la escuela; mejor dicho, sólo fui para pedir permiso a la tutora y volver a casa. Le entregué la carta de mi padre, en la cual pedía que me dispensaran, alegando “razones familiares”. Ella me preguntó cuáles eran esas razones familiares, y yo le contesté que a mi padre lo habían asignado a trabajos obligatorios. Dejó de incordiarme.

Al salir de la escuela, no fui a casa sino al almacén. Mi padre me había dicho que me esperarían allí. También dijo que debía darme prisa porque podían necesitarme. Por eso pidió que me dejaran faltar a la escuela. Quizá quería que estuviera “a su lado en el último día”, cuando tenía que “abandonar a la familia”, eso también lo dijo en otro momento. Habló con mi madre, si mal no recuerdo, por la mañana cuando le llamó por teléfono. Hoy es jueves, y mis tardes de los jueves y de los domingos, en realidad, le corresponden a ella. Mi padre le comunicó: “No te puedo dejar a György esta tarde”, y entonces dio esa explicación. O tal vez no fue así. Yo tenía un poco de sueño esa mañana, debido a la alarma aérea de anoche, y a lo mejor no me acuerdo bien. Sin embargo, estoy seguro de que lo dijo, si no a mi madre, a otra persona.

Yo también intercambié algunas palabras con mi madre, aunque no recuerdo qué le dije. Creo que hasta se enfadó un poco conmigo, porque fui muy parco con ella, por la presencia de mi padre: al fin y al cabo hoy tengo que complacerlo a él.

Cuando salía para la escuela, también mi madrastra se sinceró conmigo. Estábamos a solas, en la entrada de casa y me dijo que en aquel día tan triste para todos nosotros esperaba “contar con un comportamiento adecuado” por mi parte. No sabía qué responderle, así pues no dije nada. Quizá haya interpretado mal mi silencio, porque continuó diciéndome que no había querido herir mi sensibilidad y que sabía que su advertencia era, en realidad, innecesaria. Estaba segura de que yo, un muchacho de quince años, era perfectamente capaz de calibrar la “gravedad del golpe que habíamos recibido”; ésas fueron sus palabras. Asentí con la cabeza y vi que con eso le bastaba. Entonces, hizo un gesto con la mano, y temí que fuera a abrazarme. No lo hizo, se limitó a soltar un largo y profundo suspiro entrecortado. Me di cuenta de que sus ojos se ponían húmedos; me sentí incómodo. Después, me dejó ir.

Fui andando desde la escuela hasta el almacén. Era una mañana limpia y tibia para ser el principio de la primavera. Hubiera podido desabrochar mi abrigo, pero desistí: la ligera brisa podía haber hecho que las solapas hubieran ocultado de manera antirreglamentaria mi estrella amarilla. De ahora en adelante tengo que cuidar más ciertos detalles. Nuestro almacén de maderas está cerca, en una de las calles laterales. Unas escaleras empinadas llevan a la oscuridad […]

 

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