El papel de las Fuerzas Armadas en México ha sido cada vez más cuestionado, no sólo porque el gobierno incumplió la promesa de campaña de regresarlos a su labor principal como fuerza armada regular y auxilio de la población civil en casos de necesidades públicas. En lugar de retirarlos de funciones de seguridad pública y combate al narcotráfico, los puso a realizar funciones de policía de barrio, a través de la Guardia Nacional, y no hay indicios de que la siguiente administración, sea cual sea los regrese a los cuarteles.

Ahora bien, otro punto de discusión es la tendencia, por cuestiones más políticas que económicas, de darle a las fuerzas armadas un papel cada vez más protagonista en las funciones que le corresponden a la administración pública federal. Ante ello, se ha involucrado a las dependencias militares tanto en la construcción como la administración de las obras públicas insignia del gobierno como el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles (AIFA); el Tren Maya; el corredor interoceánico y ahora la nueva aerolínea Mexicana, con la justificación de que con ello se evitará su privatización.

De igual forma se les ha puesto en sus manos y sus decisiones a través de una empresa pública pero administrada por los militares, los aeropuertos de Palenque, Tulum, Chetumal y el AICM y la ampliación de los puertos en Coatzacoalcos y Salina Cruz. El brazo del militarismo de la economía nacional también incluye administraciones portuarias y aduanas, libramientos ferroviarios, la construcción de las sucursales del banco del bienestar, entre otras obras.

La incursión, extrema y hasta cierto punto desregulada y opaca de las fuerzas armadas en la economía nacional conlleva implicaciones, políticas, económicas, éticas y sociales. Surgen pues las dudas sobre si estamos pasando de lo que los gobiernos que se autoproclaman de izquierda llaman “capitalismo salvaje” en el que las fuerzas del mercado operan de manera prácticamente libre, con una mínima intervención del Estado en la regulación económica, y que pone énfasis en la maximización de ganancias, a un sistema económico no sólo dominado por el Estado civil, sino por el militar.

De entrada, al declarar las acciones del ejército, en especial las obras de infraestructura civil como de interés público y seguridad nacional, se promueve la poca transparencia y se niega el acceso a la rendición de cuentas, a la que debe estar sujeto la administración pública. En una primera instancia se ha inhibido la inversión privada en obras civiles y no se sabe en qué condiciones el ejército contrata a empresas privadas para que hagan las obras, ya que las fuerzas armadas no tienen la capacidad, conocimiento y maquinaria para ejecutarlas por su propia cuenta.

Por otro lado, el ejército al convertirse de facto en un agente económico debiera estar sujeto a las reglas de competencia económica; sin embargo, puede que por el contario obtenga poder hegemónico en los mercados al acceder a prerrogativas como exención de permisos, pago de licencias, seguros e incluso no tener que cumplir con normativas como las declaratorias de impacto ambiental, entre otras. De igual forma si en aras de asegurar el acceso del “pueblo” a los servicios y bienes que se otorgan se termina por subsidiar el precio al público, se generaría un esquema de competencia desleal que pondría en indefensión a las empresas privadas, lo que llevaría a quiebras generalizadas sobre todo de MiPymes proveedoras.

La creciente intervención del Estado y del ejército en este caso, si se combina con la falta de regulación y supervisión, así como el exceso en el otorgamiento de subsidios y subvenciones, puede llevar a crisis económicas y financieras más frecuentes, ante posibles desajustes en los presupuestos, el incremento del déficit y de la deuda pública.

La intervención en actividades económicas por parte de las fuerzas armadas y del Estado es una mala señal; la actividad económica debe ser promovida y desarrollada por la iniciativa privada. La experiencia ha demostrado que el Estado tiene menores capacidades de gestión y sus resultados en lo general suelen ser pobres.

El Estado por ello, debe ser el encargado de brindar las condiciones propicias para el correcto y sano desarrollo de la actividad económica, con política pública sana, con un marco normativo apropiado, moderno y adecuado a las condiciones nacionales y externas.

La historia nos ha enseñado que el bienestar y prosperidad de la sociedad se logra con un mercado bien administrado en donde los agentes económicos públicos, privados y sociales, asumen su correcto papel y su responsabilidad y no exceden las funciones que el mercado y la sociedad le imponen.

El autor es presidente de Consultores Internacionales, S.C.®