La humanidad tropieza en sus empeños por consolidar un sistema internacional virtuoso. Aunque se han instrumentado fórmulas para allanar las diferencias que socavan la convivencia constructiva entre personas y naciones, los resultados son precarios y las animosidades prevalecen sobre los esfuerzos para controlarlas en beneficio colectivo. Generación tras generación, se han gestado contiendas intelectuales para identificar el método que permita acotar los excesos del poder, facilitar la coexistencia armónica y estimular el desarrollo. No obstante, mezclas anodinas de razones políticas y confesiones espirituales impiden alcanzar acuerdos y estimulan ideas que, desde la soberbia, el racismo y la exclusión, nutren al demonio del conflicto porque concentran la riqueza, desatan xenofobias y mesianismos y adjudican lo divino a pueblos particulares.

Las citadas razones favorecen el supremacismo de unos, que aspiran o logran someter a otros. La tragedia tiene raíz en tiempos antiguos, cuando la agricultura incipiente propició que la gente sentara reales en tierras que, al ser objeto de apropiación, favorecieron una idea germinal de los conceptos de frontera y soberanía. Desde entonces, para satisfacer necesidades primarias y luego tutelar valores, identidades y objetivos compartidos, los pueblos coexisten en unidades territoriales, más o menos cerradas, que rivalizan entre sí. En este entorno de riña, la mejor convivencia posible es la que se gesta de los linderos hacia adentro, y eso con sus salvedades, porque también entre individuos de una misma sociedad se han registrado siempre luchas despiadadas por el control y el dominio, es decir, por el poder. Tales son, precisamente, la virtud y tragedia del Estado, incluso del moderno y de su atributo soberano.

El género humano, al viajar más allá de los confines del planeta y desarrollar tecnologías singulares, ha confirmado su genio transformador. No obstante, subsiste la atroz competencia entre personas, pueblos y naciones por hacerse de más recursos, ampliar influencias, defender dogmas o sostener la preeminencia de valores políticos, económicos y sociales particulares. Esta realidad no es muy diferente, en su esencia, a la añeja vocación de unos para ejercer preponderancia sobre otros. De ahí el acierto de Thomas Hobbes, de presentar en su Leviathan al hombre como lobo del hombre y, para contrarrestar esta inclinación, proponer ordenar la vida en sociedad alrededor de leyes y autoridades legitimadas por sus integrantes. En opinión de este avezado pensador, así se podría controlar la tendencia natural al conflicto, porque existiría un concepto común de armonía y seguridad.

Pionero en la Ciencia Política de la tesis de protección del hombre de sus propios instintos de competencia y autodestrucción, Hobbes ofrece argumentos que explican la pertinencia de que los pueblos se den la forma de gobierno y leyes que mejor convengan a sus intereses. Hoy, sus nociones alertan sobre la necesidad de que las relaciones internacionales se funden en metas compartidas por la comunidad de naciones y no, como sucede, en la defensa de intereses nacionales y de dinámicas unilaterales que demeritan el orden liberal. Visionario del siglo XVII, las tesis de Hobbes restan fuerza a aquellas aristotélicas que, en el XXI, buscan justificar el natural servicio de unos pueblos para ventaja de otros.

El autor es internacionalista.