No hace mucho escribí aquí sobre el director de orquesta y musicólogo catalán Xavier Güell, sobre su más que interesante producción literaria vinculada a su gran pasión euterpeana, de lo cual da clara cuenta su best seller La música de la memoria, un largo itinerario que recoge las voces de Beethoven, Schubert, Schumann, Brahms, Liszt, Wagner y Mahler, como personajes paradigmáticos del romanticismo decimonónico, a su vez efluvio del llamado Sturm und Drang alemán. Una tan docta como amena lección de música, y más allá de emplear un lenguaje especializado para describir obras sustantivas y sus procesos de composición, su autor contribuye aquí a humanizar personajes que la Historia acostumbra tratar como meras estatuas marmóreas, porque más allá de ser artistas célebres, ante todo fueron seres humanos complejos y cargados de dudas, reconociéndose en ese transitar cotidiano la fuente inagotable de su creatividad a flor de piel.

Autor también del no menos revelador y extraordinario ciclo Cuartero de la guerra, donde se detiene en compositores contemporáneos nodales como el húngaro Béla Bartók, personaje central de Si no puedes, yo respiraré por ti, y el alemán Richard Strauss, protagonista de Nadie logrará conocerse, de frente a dos realidades y perspectivas totalmente distintas de cara a la Segunda Guerra mundial. Y de ese mismo periodo es su estrujante gran novela Los prisioneros del paraíso, título por supuesto irónico, si bien en ese infierno sus protagonistas creadores consiguen hacer de su obra una al menos fugaz válvula de escape, un espontáneo reconocimiento de la belleza en medio del caos y de la miseria humana, volviéndonos a constatar su autor que el ser humano es capaz de crear tanto materia de lo sublime como de lo grotesco.

Ubicada en el centro del Holocausto nazi, en 1942, en el gueto de Theresienstadt en Bohemia, descorre el velo de la cínica pantomima cultural llamada Freizeitgestaltung que los altos mandos del Tercer Reich aprovecharon para engañar a la opinión pública y a la Cruz Roja con respecto al verdadero infierno en el que vivían los judios presos en estos oscuros reclusorios que sólo servían de tránsito hacia los campos de exterminio, algo así como el descenso dantesco del purgatorio hacia el infierno. La propia eminente filósofa judía Hannah Arendt fue muy críticada cuando a raíz de su viaje a Israel para testimoniar el jucio de Adolf  Eichmann, no mal llamado el “arquitecto del Holocausto”, después de haber sido atrapado en Argentina, recriminó el lamentable papel de los consejos de judios ancianos que colaboraban con los nazis, siendo presas igualmente de la humillación y del miedo a la muerte que en ellos sembraban. Esta perspectiva algo distinta con respecto a muchos otros acercamientos al Holocausto nazi le confiere a Los prisioneros del paraíso una óptica diferente, no condenatoria, porque Arendt está lejos de haberlo hecho, sino de un análisis más a fondo y detallado de los hechos, en lo que ella desglosó a través de sus penetrantes estudios sobre los orígenes del totalitarismo y lo que dio en llamar la “banalidad del mal”.

Donde coincidieron muchos artistas y pensadores judíos que le dieron un rostro distinto al de otros confinamientos, aquí igual testimonian la voces de los compositores Hans Krása, Gideon Klein, Pavel Haas y Viktor Ullmann, víctimas y testigos presenciales de tamaña mentira. Y la ironía primordial deviene aquí de que Eichmann y sus secuaces querían convertir a Theresienstadt en el “campo modelo” donde mostrar al mundo que a los judíos se les permirtía mantener una vida cultural intensa y componer e interpretar música al más alto nivel. Hans Krása y sus compañeros, que no se engañan sobre el destino que les espera, aceptan (“la insoportable levedad del ser”, de la que hablaba Milan Kundera) el juego diabólico que proponen los nazis con el objetivo de sobrevivir, porque otra de sus estratagemas era hacerles creer siempre que aun había “esperanza”.

Güell introduce aquí al personaje ficticio de Elisabeth von Leuenberg, una hermosa y no menos inteligente joven científica, quien así como demuestra su sincera admiración por Hans Krása,  de quien confiesa se enamoró desde adolescente, igual llega a ser amante nada más y nada menos que de Josef Mengele, el llamado “ángel de la muerte¨. Con todos estos personajes, el también hábil novelista ha concebido un fresco tan vasto como entreverado sobre la lucha del arte contra la barbarie (“civilización y/o barbarie”, escribió Freud), sobre el dolor y la superación, sobre la trascendencia y la miseria humanas, un homenaje hermoso a la música (la puesta en Theresienstadt de la ópera infantil Brundibár, del citado Hans Krása) cuando esta alcanza el límite de la sensibilidad humana.

Los prisioneros del paraíso, de Xavier Güell, es una de esas novelas corales a varias voces a través de las cuales se constanta que la literatura puede convertirse en un testimonio más cierto de la realidad, más allá de sus dosis de ficción, porque precisamente en ellas se concentran la sensibilidad y el talento de quienes encuentran un convincente margen verdad existencial. Sólo en el arte, es cierto, resulta posible dialogar con la inconsciencia que igual es testimonio de existencia, de vida, de ese transitar doloroso y sin respiro, pero igualmente apasionado, hacia la muerte.