En Viena, durante el final del imperio austroúngaro y comienzo de la primera Guerra Mundial se mueven el matemático sarcástico y el millonario prusiano, en la gran novela de Robert Musil (Austria, 6 de noviembre de 1880-Suiza, 15 de abril de 1942) El hombre sin atributos (1930) traducida por José María Sáenz (Lecturandia), de la que transcribo las primeras líneas.

  1. accidente sin trascendencia. Sobre el Atlántico avanzaba un mínimo barométrico en dirección este, frente a un máximo estacionado sobre Rusia; de momento no mostraba tendencia a esquivarlo desplazándose hacia el norte. Las isotermas y las isóteras cumplían su deber. La temperatura del aire estaba en relación con la temperatura media anual, tanto con la del mes más caluroso como con la del mes más frío y con la oscilación mensual aperiódica. La salida y puesta del sol y de la luna, las fases de la luna, de Venus, del anillo de Saturno y muchos otros fenómenos importantes se sucedían conforme a los pronósticos de los anuarios astronómicos. El vapor de agua alcanzaba su mayor tensión y la humedad atmosférica era escasa. En pocas palabras, que describen fielmente la realidad, aunque estén algo pasadas de moda: era un hermoso día de agosto del año 1913.

Automóviles salían disparados de calles largas y estrechas al espacio libre de luminosas plazas. Hileras de peatones, surcando zigzagueantes la multitud confusa, formaban esteras movedizas de nubes entretejidas. A veces se separaban algunas hebras, cuando caminantes más presurosos se abrían paso por entre otros, a quienes no corría tanta prisa, se alejaban ensanchando curvas y volvían, tras breves serpenteos, a su curso normal. Centenares de sonidos se sucedían uno a otro, confundiéndose en un prolongado ruido metálico del que destacaban diversos sones, unos agudos claros, otros roncos, que discordaban la armonía pero que la restablecían al desaparecer. De este ruido hubiera deducido cualquiera, después de largos años de ausencia, sin previa descripción y con los ojos cerrados, que se encontraba en la capital del Imperio, en la ciudad residencial de Viena. A las ciudades se las conoce, como a las personas, en el andar. Mirando de lejos y sin fijarse en pormenores, lo podían haber revelado igualmente el movimiento de las calles. Pero tampoco es de trascendencia siquiera el que, para averiguarlo, se lo hubiera tenido uno que imaginar. La excesiva estimación de la pregunta de “dónde nos encontramos” procede del tiempo de las hordas, nómadas que debían tener conocimiento cabal y plena posesión de sus pastos. Sería interesante saber por qué al ver una nariz amoratada se da uno por satisfecho con reparar simplemente y de manera imprecisa en el color, y nunca se pregunta qué clase de tonalidad tiene, aunque, sin más, se lo podría expresar la medida de las vibraciones moleculares. Por el contrario, en asunto tan complejo como es una ciudad en la que se vive, se quisiera conocer todas sus peculiaridades. Esto nos desvía de lo más importante.

No se debe rendir tributo especial al simple nombre de la ciudad. Como toda metrópoli, estaba sometida a riesgos y contingencias, a progresos, avances y retrocesos, a inmensos letargos, a colisión de cosas y asuntos, a grandes movimientos rítmicos y al eterno desequilibrio y dislocación de todo ritmo […]

 

Novedades en la mesa

Desde la FIL, la nueva novela de Hernán Lara Zavala, El último carnaval (Alfaguara) y la reedición de Tonada de un viejo amor (Plaeta) de Mónica Lavín.