Con una presencia nada despreciable de voces mexicanas en el circuito operístico internacional, sobre todo de tenores ligeros, no ha sucedido lo mismo en cambio con nuestra más bien escasa nómina de compositores que han abordado el género, incluso con la mucho menor de quienes lo han hecho con fortuna. De ahí que el estreno de la Florencia en el Amazonas, de Daniel Catán  (Ciudad de México, 1949-Austin, 2011), en la que considero la casa de ópera más importante en la actualidad, la Metropolitan Opera House de Nueva York, sea todo un acontecimiento. El más presente de nuestros autores en el circuito lírico estadounidense, el haber accedido a la Met es todo un privilegio, considerando que otros muchos compositores importantes siguen sin hacerlo y a un personaje como el mismo Plácido Domingo ––lo menciono por su estrecho vínculo con nuestro país, a donde llegó desde niño con sus padres y donde comenzó su formación–– le llevó pasar de la City Opera a su hermana mayor de enfrente alrededor de diez años.

Conocí a Catán a finales de la década de los noventa en casa de un amigo común, y desde un principio me sorprendieron su claridad de pensamiento y su cultura enciclopédica, rasgos más bien poco frecuentes en el medio, pero en cambio comprensibles en quien coincidían el instinto filosófico y la pasión musical, de ahí su particular afecto por pensadores como Schopenhauer y Nietzsche. Discúpulo en Estados Unidos de James K. Randall y Benjamin Boretz con quienes acabó de formarse en materia de composición, pronto detonaría en él su singular olfato teatral, afortunado en quien reconocía en el género lírico una vía expedita para la sublimación de sentimientos e ideas, característicos desde su Hija de Rappaccini, con guión de Juan Tovar ––basada en la obra de Octavio Paz, a su vez inspirada de manera indirecta en la homónima de Hawthorne––, que por cierto fue la primera ópera estrenada con éxito, en la Opera de San Diego, en territorio norteamericano.

Tal fue la buena acogida en territorio norteamericano de La hija de Rappaccini, que las óperas de Houston, los Angeles y Seattle le encargaron ex profeso otra obra, por cierto la primera en español solicitada por compañías estadounidenses.​ Estrenada en 1996 con no  menos buena fortuna, y al hilo en esas tres ciudades, y más tarde en la Ciudad de México, llegó ahora al gran templo por antonomasia de la lírica norteamericana, a la cabeza entre los más célebres de todo el mundo, y que por su amplia variedad de grandes producciones, por la celebridad de sus montajes y elencos, por la duración de su larga temporada, es uno de esos espacios a donde toda clase creadores e intérpretes pretenden llegar, como pináculo de su trayectoria, tarde o temprano. En 2003 estrenaría, con la Orquesta Sinfónica de Madison, una condensada suite orquestal que si bien no hace del todo honor a la ópera en tu totalidad, constituye en cambio un buen primer acercamiento a algunos de sus más bullentes pasajes y frases.

 

La consagración de su compositor, a poco más de diez años de su muy prematura y lastimosa muerte precisamente en territorio norteamericano, su ópera en dos actos Florencia en el Amazonas posee todos los méritos para haber accedido a las grandes ligas, a decir, riqueza melódica y orquestal, instinto poético y dramático, invención imaginativa (al fin de cuentas, su libretista, Marcela Fuentes-Veráin, bebe con talento y a borbotones del llamado “realismo mágico” que precisamente en México alcanzó su paroxismo con García Márquez y su Cien años de soledad que aquí escribió, confesando siempre su honesto débito para con escritores como Rulfo y Revueltas). Sabemos que su argumento está inspirado ––más en su atmósfera y en el mundo real-imaginario que la cobija–– sobre todo en la novela para mí suprema del célebre escritor de Aracataca, El amor en los tiempos del cólera, que considero menos artificiosa y por lo mismo más transparente y auténtica.

Pletórica de referencias y de citas, la obra empieza en la Leticia colombiana y termina con la Manaos brasileña a la vista, en uno de los recorridos más deslumbrantes por la vitalísima Amazonía, pero en medio de un ambiente paradójicamente destructor. Y sabemos que aquí figura de igual modo la Florencia (“Grimaldi”) italiana que constituye la cúspide del Renacimiento que igual deslumbraba a García Márquez y al propio Catán, que da nombre a la diva pródiga y a la obra, y se reconoce también, para cerrar la pinza, esa hermosísima y apabullante gran película que es el Fitzcarraldo, de Herzog, un tributo maravilloso al “gran espectáculo sin límites” que es el mundo de la ópera. Transmitida en el Auditorio Nacional, toda esta magia visual ha poblado la gran puesta de la MET que nos ocupa, con amplios recursos muy bien empleados e imaginación desbordada en manos de la destacada Mary Zimmerman, donde los talentos creativos sumarios de Riccardo Hernández, Ana Kuzmanic y T. J. Gerckens han contribuido generosamente a urdir una deslumbrante atmósfera de magia y ensueño.

El oficio de la Orquesta de la Metropolitan Opera House ha vuelto a sobresalir bajo la batuta destacada de su actual titular, el franco-canadiense Yannick Nézet-Séguin, resaltando el colorido de una partitura pletórica de matices. Y las voces han estado a la altura del lugar y de las circunstancias, empezando por la espléndida soprano norteamericana ––de doble ascendencia mexicana–– Aylin Pérez, quien ha corroborado por qué tiene hoy el lugar que se ha ganado a pulso sobre todo con los repertorios verdiano y pucciniano, si bien en su sostenida trayectoria hay también otros roles más distantes y no menos difíciles como la Rusalka de Dvorák. La han acompañado la soprano en ascenso ––estadounidense de ascendencia nicaragüense–– Gabriella Reyes, la mezzo venezolana Nancy Fabiola Herrera, el tenor guatemalteco Mario Chang, el barítono-bajo norteamericano Greer Grimsley, y los barítonos estadounidense Michael Chioldi e italiano Mattia Olivieri. Nos llena de gusto que aquí figure un elenco con intérpretres predominantemente latinoamericanos, con una hermosa obra mexicana que ha sido la primera en español en entrar al repertorio de la Metropolitan Opera House de Nueva York, lo cual no es un dato para tomar a la ligera. ¡Seguramente Daniel Catán hubiera saltado de gusto!