William Irish (Cornell George Hopley-Woolrich, Nueva York, 4 de diciembre de 1903-25 de septiembre de 1968) fue uno de los autores de novela policiaca y guionistas de cine más activos de la aprimera mitad del siglo XX. Favorito de Hitchcock (La ventana indiscreta) y de Truffaut (La novia vestía de negro), publicó más de 350 relatos. Transcribo las primeras líneas de “Si muriera antes de despertar”.

La pequeña que ocupa el pupitre frente al mío en el 5º A se llama Millie Adams. No me acuerdo muy bien de ella, porque yo tenía nueve años por aquel entonces; ahora voy a cumplir doce. Lo que sí recuerdo con toda claridad son sus caramelos, y también que, un buen día, no la volvimos a ver. Mis compañeros y yo solíamos molestarla mucho; más adelante, cuando ya fue demasiado tarde, me arrepentí de haberlo hecho. Y no era porque tuviéramos nada contra ella, sino simplemente porque era una chica. Llevaba el cabello peinado en trenzas que le colgaban por la espalda, y yo me divertía metiéndoselas en el tintero o pegando en ellas chicles masticados. Más de un castigo me pusieron por ese motivo.

La seguía a través del patio de la escuela tirándole de las trenzas y gritando: “Din, don”, como si fueran campanas. En esas ocasiones ella me decía:

–¡Voy a llamar a un policía!

–Bah! –le contestaba yo para descorazonarla–. Mi padre es inspector de tercera.

–¡Bueno, entonces te denunciaré a un inspector de segunda; es más importante que uno de tercera!

Esa contestación me fastidió, así que por la tarde, cuando volví a casa le pregunté a mi padre lo que representaba aquella diferencia.

Mi padre miró un poco avergonzado a mi madre y fue ella la que me contestó:

–No hay demasiada diferencia; se necesita un poco más de experiencia, eso es todo. Tu padre llegará a ser uno de ellos, Tommy, cuando tenga cincuenta años.

Esto pareció mortificar a mi padre, pero no dijo nada.

–Yo seré inspector cuando sea mayor –dije.

–¡Dios nos libre! –dijo mi madre. Me dio la impresión de que más que hablar conmigo hablaba con mi padre–. Siempre llegando tarde a las comidas, levantándose a media noche, arriesgando la vida, y la mujer sin saber cuándo lo verá llegar en camilla o… siquiera si lo volverá a ver. ¿Y todo para qué? Por una pensión que apenas alcanza para no morirse de hambre, una vez que han perdido toda su juventud y fortaleza.

A mí me pareció fantástico. Mi padre sonrió.

–Mi padre también fue inspector, y yo recuerdo haber dicho las mismas cosas cuando tenía la edad de Tommy, y mi madre me contestaba como tú. No puedes disuadirlo, lo lleva en la sangre; será mejor que te vayas haciendo a la idea.

–¿Sí? Pues yo se lo sacaré de la sangre, aunque tenga que usar el palo de una escoba para disuadirlo.

Pero,volviendo a Millie Adams, tanto la molestábamos que adquirió la costumbre de tomarse el almuerzo en el aula, en lugar de hacerlo en el patio. Un día, en el momento en que yo me disponía a salir de clase, Millie abrió la cajita en que llevaba su almuerzo, por lo que pude ver el caramelo amarillo que había en su interior. No era de los más baratos, sino de los que costaban cinco centavos cada uno; y los amarillos son de limón, mis preferidos. Por ese motivo me quedé y traté de hacer las paces con ella.

–Vamos a ser amigos –le dije–. ¿De dónde has sacado eso?

–Me lo dio una persona –me contestó Millie–. Pero es un secreto.

 

Novedades en la mes

Del Premio Nobel Orhan Pamuk, Estambul. Ciudad y recuerdos (Random House, 2016), traducida por Rafael Carpintero.