No hay duda de que las tres grandes figuras al podio más mediáticas de la segunda mitad del siglo XX fueron el austriaco Herbert von Karajan, el húngaro Georg Solti y el norteamericano Leonard Bernstein (Laurence, 1918-Nueva York, 1990). Con una sorprendente actividad musical y una no menos extensa discografía en muy diversos géneros y repertorios, además de una no menos honrosa labor docente y de promoción de la música, en el caso de Bernstein se suma por otra parte su también amplia y variada obra como compositor, sin desdeñar su más esporádica praxis como pianista especialmente inspirado con autores para él entrañables como Schubert o su compatriota Gershwin.

Quien descubrió su vocación más bien tarde, Bernstein despuntó pronto por su personalidad electrizante, y si bien le importaban mucho de igual modo los detalles técnicos, era el contenido emocional el rasgo definitorio de su estilo. Siempre pulcro con la identidad de la música que respetaba, era una de esas batutas que igualmente desbordaban pasión elocuente y no mero histrionismo hueco, y en todo su legado sonoro y visual es posible reconocer la efervescente personalidad de un músico que hizo época. Esa invaluable herencia es testimonio de su temperamento, de su claridad de pensamiento y de su oficio, de su enorme talento. Esa plenitud de un artista completo y de primera línea se reconoce sin eufemismos en la biografía de su sapiente biógrafa, musicóloga de alcurnia, Joan Peyser.

Si bien el reciente biopic del formidable actor y ahora también director norteamericano Bradley Cooper revela una admiración honesta por el personaje retratado, no creo que su Maestro logre estar a la altura del gran músico, entre otras razones porque lo sustantivo de su personalidad “pública” y de sus invaluables aportaciones artísticas e intelectuales terminan eclipsadas por una intimidad tampoco probada que poco o nada abona para un reconocimiento más humano del personaje. En este sentido, donde sabemos de igual modo que metió la mano en esta materia es el a todas luces inexperto Cooper, el guión resulta pobre y hasta nimio, porque si bien no estaba tampoco obligado a ocuparse solo de la personalidad musical ––algo que bien podría hacer mejor un documental––, en cambio construye un largometraje plagado de clichés y lugares comunes que dudamos puedan definir a quien trascendió en un mundo musical particularmente complejo y competido. Pareciera que a los firmantes les ganó el deseo de la nota previsible, la necesidad de construir un producto de consumo fácil, y si como se sabe buscaron hacerlo desde la perspectiva de su pareja la actriz más bien desconocida Felicia Montealegre, con la incompresible anuencia de sus hijos, lo cierto es que tampoco ella sale bien librada. Bien muertos están ambos, y ninguno de los dos tiene ya posibilidades de defenderse.

Hay películas que más allá de sus atributos y de sus logros, en este caso de los impecables trabajo histriónico y caracterización de los intérpretes protagónicos y secundarios, empezando por el propio Bradley Cooper y la no menos probada espléndida actriz británica Carey Hannah, pareciera que no se justifican y por lo mismo están destinados a envejecer pronto, más allá de engrosar las filas de cintas hechas para figurar en los distintos certámenes cinematográficos del año. Quienes conocen al personaje central biografiado no distinguirán aquí nada nuevo sobre él, y su superficial tratamiento más bien puede incomodarlos; quienes entren por primera vez en contacto con la figura del gran “Lenny” tampoco podrán hacerse una idea de su grandeza y de su significado, toda vez que prevalecen lo privado y el escándalo. La escena última, por más que hubiera sido cierta a los ojos de quién sabe quién, es la de más mal gusto e innecesaria, fuera de lugar.

Una golondrina no hace verano, y las en apariencia buenas intenciones del firmante del proyecto no consiguen salvar una cinta que tiene méritos y hallazgos inobjetables en lo estrictamente visual, en su reproducción de época. Con algunos chispazos informáticos que terminan pasando inadvertidos, no podemos creer que este Maestro se trate de quien no solo fue autor del popular musical Amor sin barreras, creador a su vez de la también ingeniosa opereta Cándido (a partir de la novela homónima de Voltaire) y el de igual modo frenético musical Un día en Nueva York. Admirador del género lírico que como director de igual modo abordó con talento y conocimiento de causa dentro y fuera de Estados Unidos, de su pluma es la ópera en un acto Trouble in Tahiti, de 1952, que tres décadas después desembocaría en la más compleja y elaborada A Quiet Place; también se dio tiempo para escribir ballets, música incidental para diferentes puestas en escena, el gran oratorio Mass para la inauguración del Centro John F. Kennedy para las Artes Escénicas de Washington (en 1971), casi una veintena de obras orquestales como su memorable Serenade (a partir del Banquete de Platón) de 1954, música coral, piezas camerísticas, varios ciclos de canciones y piezas sueltas para piano.

Director portentoso, su ciclo completo de Gustav Mahler es ya antológico, y la representación del cierre de su Segunda Sinfonía “Resurrección” es otro de los espacios más erráticos de la cinta. Los espectadores tampoco sabrán que igualmente fue dotado con lo mejor de los repertorios clásico y romántico, siendo referenciales sus versiones de Haydn, Beethoven, Schubert, Schumann, Mendelssohn y Brahms. Del siglo XX, se le recuerda especialmente lo hecho con la obra de compositores como Shostakovich, de su entrañable amigo el inglés Benjamin Britten, y por supuesto de sus compatriotas Gershwin y Aaron Copland. El primer director nacido en Estados Unidos que obtuvo fama mundial, a vuelo de pájaro se enterarán de que con la Orquesta Filarmónica de Nueva York, al frente de la cual estuvo por más de una década, hizo giras y grabaciones memorables, e históricos son de igual modo los en su momento transmitidos y también grabados “Conciertos para jóvenes” entre 1958 y 1972, que formaron a muchos otros músicos y melómanos. Con múltiples reconocimientos y condecoraciones en vida, Bernstein fue profeta en su tierra (embajador musical por antonomasia de Estados Unidos), con crecientes éxito y fama en todo el mundo, por lo que sus estancias y visitas a importantes instituciones musicales y festivales europeos eran frecuentes y prolongadas.