En la disyuntiva por una forma u otra de sintetizar el ejercicio del poder público, quien confunde el semestre con el casi sexenio ha ejercido la facultad de iniciativa en materia constitucional. Varios propósitos y una prueba contundente.

Entre los primeros figuran el enésimo retorno a los distractores, el ánimo por avivar la propaganda gubernamental para impulsar las candidaturas del partido en el gobierno y sus aliados en los comicios ya próximos y el señalamiento de la ruta que han de seguir las leales personas postuladas en caso de ser electas. ¿Es la obsesión del poder? ¿Del poder y lo que conlleva para diluir definitivamente la rendición de cuentas? ¿De la visión de un México con su pluralidad vituperada y negada?

La segunda es nítida vuelta al 2018 con la propuesta de militarizar la seguridad pública. Lo rechazado entonces y la construcción del acuerdo unánime de la pluralidad del Senado para establecer la Guardia Nacional como institución civil de la Federación para las funciones de seguridad que competen a los tres órdenes de gobierno, y que no se cumplió en la realidad, se buscó reformar y la Suprema Corte invalidó, pero de cuya sentencia no hay evidencia de cumplimiento, es ahora planteado de nueva cuenta: disfrazar el militarismo con las formas del Estado de Derecho. Constitución de nombre y autocracia o peor en los hechos.

Hay otros elementos de prueba; no abundo, pero la esencia es demoler los controles -frenos y contrapesos- sobre el poder ejecutivo en todos los ámbitos. Destacan la conculcación de la representación de las minorías en las cámaras y la conformación del poder judicial y de las instituciones electorales bajo la lógica de la mayoría en el gobierno. Una gran simulación de la división del poder para buscar “legitimar” en el papel y con comicios a modo la concentración de facultades sin controles de carácter orgánico.

De ahí a la conculcación de libertades y derechos de las personas ya no mediaría nada.

Y claro que el veneno viene endulzado: un conjunto de propuestas de contenido social o ambiental que merecerían valorarse no en la disputa por la Nación, sino con visión de Estado. Es un escenario demasiado perverso. Las oposiciones lo han visto hace tiempo; así se explica la convergencia para la elección federal de 2021, el proceso político para seleccionar la candidatura a la presidencia de la República y la coalición formada para los comicios de este año a fin de renovar los poderes legislativo y ejecutivo. Saben dónde están y que son minorías representativas en riesgo ante la polarización excluyente.

Parecería muy claro que las 18 iniciativas presidenciales de reformas constitucionales son una gran provocación. Una digna de las dudas del Hamlet de Shakespeare: ¿ser o no ser? He ahí la cuestión. Valdría la pena poner en perspectiva dos aspectos: el método y el momento.

¿Acaso ha habido acercamientos, diálogo y entendimientos básicos sobre los temas planteados y sus contenidos, alcances y exigencias para quienes habrán de cumplir con las modificaciones propuestas? No existe ninguna evidencia de ello. Al contrario, parecen obedecer a una sola voluntad y a un solo interés. Admito que no necesariamente se han socializado entre los actores políticos, parlamentarios y los agentes esenciales del poder todas las propuestas de reformas precedentes a la Constitución, aunque a partir de la pluralidad política en la Nación se hizo aconsejable hacerlo por los distintos canales de comunicación del poder ejecutivo para explicar, persuadir y generar convicciones, pero la naturaleza y trascendencia de los asuntos lo hace indispensable en la mayoría de las ocasiones.

No ha habido acercamientos; tampoco cortesías mínimas de convivencia política con una diversidad indispensable para construir las mayorías necesarias en cada caso y, por la avalancha, en el conjunto. Sin disposición para encontrar objetivos compartidos y diálogo para acordar textos y etapas de ejecución, puede acreditarse que la falta de método virtuoso obedece al otro aspecto: el momento electoral.

Así lo confiesa el pronunciamiento del bloque oficial y su candidata presidencial, al convocar a una concentración el 1 de marzo entrante para manifestar su respaldo a las iniciativas presidenciales en el día mismo del inicio de las campañas federales y contrastarse con la marcha ciudadana del 18 de febrero en curso. Estamos ante un renovado ejercicio presidencial para impulsar una narrativa y, con ello, distraer a la ciudadanía de los asuntos que requieren atención urgente o indispensable: la inseguridad pública en un océano de expresiones de dominio territorial y sujeción de la población a la inquina de los grupos de la delincuencia organizada; el deterioro grave del sistema público de salud y la falta de atención a quienes lo requieren, y las denuncias con datos de prueba sobre el tráfico de influencias y la corrupción de los hijos mayores de edad del inquilino de Palacio Nacional.

Si el método no es de diálogo y convivencia democrática mínima y si el momento es abiertamente electoral para promover una propuesta de continuidad desde la presidencia de la República, con la intención de ocupar los espacios de deliberación pública con una narrativa que diluya y distraiga el debate de los problemas más apremiantes para la mayoría de las personas ciudadanas, ¿qué consecuencia puede acarrear dar pauta a la narrativa presidencial de hacer de los comicios un debate sobre las iniciativas que propone?

En lo obvio, hacer pasar a la continuidad como una proposición de cambio que, en el fondo, es la regresión al modelo del presidencialismo exacerbado -expresión de doble énfasis-, y mover la conversación pública fuera de los temas que implican responsabilidades y rendición de cuentas. Parecería una cesión involuntaria del terreno elevado en la batalla.

Quizás lo único “políticamente” rescatable de esas iniciativas es la expresión de la ruta para dar al poder ejecutivo el asiento normativo de un régimen autocrático. Por eso estos comicios implican algo diferente en el corazón de la decisión ciudadana: reglas democráticas para acceder al poder público y su ejercicio, o modificación de las reglas para que una mayoría del momento asuma la conducción del Estado sin contrapesos ni rendición de cuentas.

No se irá a las urnas para decidir entre una propuesta u otra de gobierno, sino entre el modelo autoritario y el modelo democrático.