Novelista y ensayista argentino sin par, y quien muriera casi centenario, Ernesto Sabato (Rojas, 24 de junio de 1911-Santos Lugares, 30 de abril de 2011) fue sin duda una de las figuras literarias más sobresalientes no sólo de su país sino de toda habla hispana del siglo XX. Premio Cervantes en 1984, y otra visible pifia en los Nobeles (ni Kafka, ni Joyce, ni Proust, ni Borges, ni Kundera, por sólo citar a algunos de los casos más notorios, lo recibieron), provenía del terreno de las ciencias duras, en concreto de la física en la cual se doctoró y llegó a solventar cierto prestigio (trabajó en el Laboratorio Curie de París), hasta que en 1943 decidió abandonarla y dedicarse de tiempo completo a la literatura.

Su narrativa no puede entenderse sin asociar a su creador con este primer campo científico de formación, conforme sus obras tanto de ficción como de análisis resultan ser el resultado de su propia conciencia transida por los problemas humanos y la metafísica esperanza de la trascendencia del ser. De una producción no muy nutrida pero sí consistente, toda ella parte de un deseo inminente por profundizar en la realidad, en el entorno que rodea al individuo marcado irremediablemente por sus circunstancias, inmerso en la crisis de la civilización occidental y en la encrucijada en la cual se encuentran sumidos América Latina y su propio país.

Escritor de ideas y pensamientos definitorios, de una contundencia que convierte su escritura en un oficio estético no sólo placentero sino categórico, no pocas veces asfixiante por su grado de revelación inobjetable, tanto su narrativa como su ensayística metafísicas surgen de esta circunstancia vital, ya que a partir de esta angustia el ser humano se pregunta reiteradamente quién es y hacia dónde va, como un intento aferrado y no siempre ––más bien casi nunca–– fructuoso de salvación individual y de explicación total de la interacción entre la conciencia y el mundo en el cual se incrusta y la condiciona.

Tanto las historias como los personajes de este escritor de la “contingencia existencial” ––y por ende, su complejo universo de ideas y disquisiciones–– están marcados por un destino hacia el que la lucha de oscuras fuerzas opuestas les orientan y les convierten en seres contradictorios y limitados; hay en sus relaciones con el mundo una agonía dialéctica que expresa la profunda problemática más urgente del ser humano que transita a solas por esto que llamamos mundo, desde que nace hasta que muere. Desde su primera y más que trascendente novela El túnel de 1948, revestida tras un ropaje de narración policiaca que siempre confesó Sabato admirar como género de construcción perfecta cuando cumple a plenitud sus cometidos de seducción paulatina, este ya clásico de la novelística hispanoamericana del siglo XX (enmarcada y en cierto modo precursora en la corriente existencialista que encabezaron Sartre y Camus) desarrolla una envolvente historia donde las obsesiones en la conciencia de su protagonista giran en torno a la persecución de lo inalcanzable (personificado en la figura de una mujer) y manifiestan que son inútiles los esfuerzos y sobre todo las esperanzas: el artista/protagonista se declara asesino confeso en medio de su propia locura y su irremediable incomunicación con el mundo que le rodea.

Escritor indispensable, necesario de cara a un mundo descrito por su eterno cúmulo de absurdos, en principio por nuestra propia condición cargada de contradicciones en su naturaleza, e igualmente obsesivo y de lenta cocción, su segunda novela Sobre héroes y tumbas, de 1962, está construida a partir de una mucha más compleja estructura. Su obra maestra, lleva hasta sus últimas consecuencias los propósitos metafísicos y delirantes de su predecesora, mostrando tremendas visiones apocalípticas y recordando a veces las danzas de la muerte medievales. El lector se encuentra ante una catástrofe sin salida tras la búsqueda inútil de lo absoluto y ante una metáfora (especialmente en su famosa parte III: “Informe sobre ciegos”, condición ésta que, como en el Saramago de Ensayo sobre la ceguera, era obsesiva en Sabato) de la conflictividad humana del siglo XX, como si de una pesadilla se tratara. En este mismo sentido de lo “divino/demoniaco” se encuentra su tercera y última novela Abaddón, el Exterminador de 1974, la cual se sitúa dentro de la narrativa intelectual y experimentalista de corte europeo de la época.

Ensayista no menos sustancial y corrosivo, más prolífico, en este género inaugurado por su tan admirado Montaigne se inscriben, entre otros títulos igualmente imprescindibles, Uno y el universo de 1945, Hombres y engranajes de 1951, Heterodoxia de 1953, El escritor y sus fantasmas y Tango, discusión y clave de 1963, Significado de Pedro Henríquez Ureña de 1967 (fue uno de los más enconados defensores de este notable escritor dominicano que antes había formado parte del ilustre Ateneo de la Juventud en México), Apologías y rechazos de 1979, Antes del fin de 1998 (especie de testamento), La resistencia del 2000 y España en los diarios de mi vejez del 2004. No menos célebres son sus Diálogos con Jorge Luis Borges de 1976, suma de diversas conversaciones entre dos genios y mentes lúcidas del siglo XX, de cara a sus complicidades fraternas, pero también a sus diferencias irremediables.

Ernesto Sabato fue uno de los escritores hispanoamericanos más brillantes y sustantivos de la pasada centuria, quien con su talento y su clarividencia nos ilumina ––su obra monumental sigue en pié, incólume–– en este nuevo siglo que desde su longevidad avizoró mucho más sensible a la devastación de las contingencias. Medio siglo con Sabato y el biográfico Sabato, el hombre, ambos libros concebidos con conocimiento de causa y admiración por su también ya desaparecida coterránea Julia Constenla, contribuyen a dar luz en torno a la personalidad y la obra de tan significativo polígrafo argentino.

*De cara a la aparición próxima de mi libro Ernesto Sabato: Escritor de la contingencia existencial, Biblos, Buenos Aires, 2024.