Entre mayor sea la democracia, mayores serán los niveles de bienestar que pueden alcanzar los individuos y por ende la sociedad en su conjunto. Lo anterior es válido e indiscutible en el ámbito de la política, pero también de la economía. Cuando se cuenta con un sistema político al cual los ciudadanos pueden acceder y decidir libremente y de manera consciente e informada entre las distintas propuestas u ofertas de los candidatos y partidos y en su caso retirarles su apoyo ante incumplimientos y prácticas contrarias a la transparencia y la rendición de cuentas, la sociedad alcanza un estadio de bienestar democrático.

En el ámbito económico el contexto es funcionalmente similar, ante un sistema económico de libre competencia y acceso a los medios de producción y de consumo, los individuos pueden tomar decisiones informadas y conscientes sobre el uso y destino de los recursos económicos y financieros con los que cuentan a manera de satisfacer sus requerimientos y demandas tanto de bienes y servicios públicos como privados, de empleo y de emprendimiento, alcanzado así estadios superiores de progreso y bienestar.

La democracia económica requiere que los agentes posean los medios (ingresos y recursos) suficientes para ejercer la libertad de elección entre las distintas alternativas que el mercado ofrece. Para ello es indispensable construir un ecosistema que iguale oportunidades y garantice los derechos de propiedad. Es en este contexto en donde el Estado debe asumir el papel intransferible de igualador y garante de un marco legal de derechos económicos, de políticas públicas de fomento, de proveedor de bienes públicos y de redes de protección social, así como de procurador de “justicia” ante los abusos y excesos de los participantes del mercado, incluso contra sí mismo.

Se requiere de un arreglo institucional y legal que permita a los “electores económicos” acceder libremente a los mercados de bienes, servicios y factores de producción y tomar decisiones en un entorno de competencia, transparencia y de regulación eficiente. Sin duda nuestro país ha avanzado de manera importante en este sentido con la creación de órganos autónomos de rango constitucional que ejercen de reguladores y proveedores de información de mercado mediante los cuales se busca garantizar el pleno ejercicio de la democracia económica.

El órgano autónomo y regulador por antonomasia es el Banco de México, al que le siguen el INEGI y el Sistema Nacional de Información Estadística y Geográfica; la Comisión Federal de Competencia Económica (COFECE); el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT); el Instituto Nacional de Evaluación de la Educación (INEE); el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval); el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI); y de creación más reciente la Comisión Reguladora de Energía (CRE) y la Comisión Nacional de Hidrocarburos (CNH). Este conjunto de organismos tiene la función de garantizar y facilitar la libre competencia en los mercados en los cuales el propio gobierno es participante, por lo que su autonomía técnica es necesaria e indiscutible.

Entre las razones técnicas económicas que sustentan la existencia de los órganos autónomos reguladores del mercado, se encuentra la necesidad de contar con personal altamente calificado que no esté sujeto ni sea dependiente de entornos políticos.  Si bien son los poderes constitucionales (ejecutivo y legislativo) los que designan especialmente a los directivos de estos órganos, el tiempo en el que ejercen sus funciones está desvinculado de los períodos de gobierno y de intereses políticos lo que, en principio, permite la probidad técnica que se requiere.

Recientemente el presidente de la República presentó una serie de iniciativas de reforma constitucional para desaparecer siete de los órganos autónomos y reguladores (de la lista anterior sólo quedarían el Banxico y el INEGI), con el argumento de que son costosos y supuestamente fueron creados para favorecer intereses individuales, además de plantear que esas funciones las pueden ejercer las dependencias de la administración pública. Sin embargo, es precisamente el último argumento el más debatible de la iniciativa.

El planteamiento de que los órganos reguladores favorecen intereses individuales es a todas luces pueril ya la función de estos organismos es básicamente garantizar que los individuos y las empresas en lo particular ejerzan sus derechos económicos como son el acceso a información sobre el manejo de recursos públicos, la defensa ente prácticas contrarias a la competencia y el acceso al mercado eléctrico, por ejemplo. De igual forma si las funciones de estos entes pasaran a formar parte de la burocracia administrativa, el estado y sus empresas y organismos pasarían a ser juez y parte, incrementando la opacidad y desvirtuando la libre competencia.

Las funciones de los organismos autónomos permiten el acceso y regulan la operación eficiente de los mercados económicos, lo que permite a los individuos y empresas tomar decisiones informadas y libres, abonando así a la democracia económica la que debemos afianzar. Los países con altos niveles de democracia política y económica son sin duda los más prósperos, no perdamos la oportunidad de continuar por la senda correcta.

El autor es presidente de Consultores Internacionales, S.C.®