Para conocer al hombre basta estudiarse a sí mismo;
para conocer a los hombres se precisa vivir en medio de ellos.

Stendhal

 

Así como en México varios editores obtusos rechazaron Cien años de soledad y García Márquez terminó encontrando eco en Sudamericana de Argentina, más de un siglo atrás en Francia otros no menos ciegos lo habían hecho con las obras de Henri Beyle ––mejor conocido como Stendhal–– y tuvieron incluso la osadía de decirle que “nadie leería sus libros”. Muchos de estos editores, escritores frustrados, cuando no lectores miopes y de corta mira, lo cierto es que la historia de la literatura está plagada de casos de grandes autores visionarios que en su momento tuvieron que remar contracorriente, incluso con la mucho más penosa pifia de que muchos de estos escritores y libros encontraran entusiastas y agudos lectores a mediano y hasta a corto plazo.

Uno de los casos más documentados, otros dos grandes escritores como el austriaco Stefan Zweig y el italiano Giuseppe Tomasi di Lampedusa, el primero muy leído y exitoso en su tiempo, y el segundo de más tardío reconocimiento a partir de la maravillosa versión cinematográfica de Luchino Visconti de su imprescindible novela El gatopardo, ambos admiraron el gran genio de ese novelista por antonomasia que fue el autor de La Cartuja de Parma, reconociendo el talento singular de Stendhal para penetrar en y describir sin cortapisas la naturaleza psicológica de sus personajes, su ineluctable realidad interior, su entramado anímico y emocional, y en definitiva, como bien escribió Freud (otro gran lector del enorme polígrafo grenobliano) su “verdad existencial”. Sibarita por antonomasia, esteta redomado (el llamado “Síndrome Stendhal” proviene precisamente de su desbordado entusiasmo ante las grandes creaciones artísticas que le apasionaban), famosa es la contundente respuesta no menos profética de quien se sabía genial y distinto, y que tanto Zweig como Lampedusa reconocen, en sus respectivos Tres poetas de sus vidas (donde el famoso y gran biógrafo de Salzburgo se ocupa además de Casanova y Tolstói) y Stendhal, como signo distintivo de su personalidad: “Ya los leerán dentro de treinta años”.

Lectores perspicaces ambos de Stendhal, Zweig y Lampedusa coinciden en su juicio categórico de que el también gran biógrafo francés y viajero (ahí está su delicioso Roma, Nápoles y Florencia), amante y sabedor de la cultura italiana como pocos, no fue sólo un escritor genial, sino además el “novelista decimonónico por antonomasia”, en un siglo de grandísimos narradores europeos, con una presencia nodal de la novela que en esa centuria tuvo uno de sus más maravillosos y prolíficos momentos. El citado El Gatopardo de Lampedusa tiene hondos débitos con el Stendhal de Rojo y negro y La Cartuja de Parma, y por supuesto con el de las Crónicas italianas, con el de Lucien Leuwen, e incluso, por qué no, con el de su primeriza Armancia y el de su autobiografía novelada Vida de Henry Brulard. El mismo Lampedusa fue un escritor ninguneado en su tiempo, exiliado interior, como lo había sido más de una centuria atrás el también singular y sabio cronista de Napoleón y de Rossini, dos personajes, según el propio Stendhal, tan equidistantes y a la vez cercanos. Ambos, Stendhal y Lampedusa, trascenderían con creces a su tiempo, convirtiéndose en escritores paradigmáticos y de culto.

Excluido del mundo literario de su época, Lampedusa moriría sin ver publicada su hoy célebre novela, víctima de miserables detractores (entre ellos, los ya olvidados Elio Vittorini y Vasco Pratolini, como parte del establishment literario italiano de su tiempo) que incluso llegaron a difamarlo diciendo que había sido escrita por su madre. Sus muchos y apasionados lectores aseguran reconocer su espíritu en las calles del Palermo actual, deambulando por donde se encuentra la aún existente cafetería Mazzala a donde iba a releer absorto, entre otros y sobre todo, a su modélico Stendhal, en un rincón donde nadie lo molestara. Zweig y Lampeduda refieren de igual modo su cercanía con Balzac, generoso lector y defensor de su obra, al igual que con Guy de Maupassant, más allá de sus notables diferencias.

Así se van delineando las largas y significativas estelas de influencias y de débitos estéticos que definen el curso de la historia del arte, ese cauce más bien irregular y hasta impredecible que van tejiendo la tradición y la originalidad. Tanto Zweig como Lampedusa nos ofrecen agudas observaciones y felices descubrimientos sobre el autor de otros no menos entrañables textos como su libro de memorias en París Recuerdos de egotismo y su compendio de agudas reflexiones Del amor, imprescindibles para entender mejor la naturaleza de su personalidad y su propia poética. En ambos se condensan la pureza y la sobriedad de su estilo, su genialidad para martenerse en el tema, en definitiva, el agudo olfato de quien se atrevió a contravenir la modas vigentes y sólo respondió a sus más hondos llamado y voz interiores, con quien el “realismo psicológico” alcanzaría esa reconocida e influyente perfección  admirada por otros notables narradores posteriores dentro y fuera de Francia.

También es siempre una reveladora delicia leer a Stefan Zweig y Giuseppe Tomasi di Lampedusa cuando nos reafirman reconocer y encontrar en Stendhal los grandísimos recursos del notable narrador decimonónico que con su geniales sabiduría psicológica y comprensión intuitiva de la naturaleza humana alcanzaría la perfección. Ya ha dicho Vargas Llosa que sin la impronta de escritores como Stendhal y Flaubert sería imposible entender ese gran género moderno por excelencia que es la novela, desde el gran llamado de Cervantes con su casi milagroso Quijote, y su no menos sugestiva La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary suma a lo escrito antes por Zweig y Lampedusa sobre Stendhal.