Frances Steloff (Nueva York, 31 de diciembre de 1887-15 de abril de 1989), dueña de la librería Gotham Book Mart, lugar de culto para los escritores y lectores del siglo XX en Nueva York, escribió una serie de artículos acerca de su vida como librera, publicados por entregas en 1975. El material fue reunido en La librera y los genios. Una historia de Nueva York (Editorial Trama). La presentación y traducción es de José Manuel de Prada-Samper y el epílogo de Matthew Tannenbaum. Transcibo las primeras líneas.

Un día, hacia mediados de diciembre de 1919, iba yo al Hotel Astor, donde mi hermana trabajaba de cajera, cuando, al cruzar la calle 45, a medio camino entre las avenidas Sexta y Séptima, reparé en un cartel hecho a mano y puesto en un improvisado escaparate que no tendría más de un metro cuadrado: “Local en alquiler”. Era un bajo inglés de piedra marrón, al que se descendía por tres peldaños, situado entre dos edificios remodelados. Miré por el escaparate, cuyo interior estaba tapado por un trapo viejo. La puerta también estaba cubierta por un trapo, pero alcancé a ver máquinas de coser y varias chicas trabajando. Me hice oír a través de la puerta cerrada, y las chicas me indicaron por señas la Tienda de Costura de Claire, que estaba en la puerta de al lado. Pregunté por el local a la mujer que estaba allí y ella misma me llevó hasta él por la parte trasera. De pie en el umbral de la puerta que separaba ambas habitaciones –una había sido el comedor, la otra contenía una enorme cocina empotrada, todavía cubierta en parte por tablones– dijo:

–Todo esto se alquila –refiriéndose a toda la habitación delantera.

Yo estaba emocionadísima, y era como si una voz me dijera “Aquí lo tienes. Adelante. Tómalo”. El alquiler sería de 75 dólares al mes, y si más tarde deseaba también la habitación trasera, no habría inconveniente. Le ofrecí diez dólares en depósito por guardarme la opción hasta el día siguiente y proseguí mi camino hacia el Astor, donde, emocionada, le conté a mi hermana lo de la tienda. Ella no mostró demasiado entusiasmo, aunque me dijo que, caso de necesitarlos, tenía 300 dólares en el banco. Aquella misma tarde llevé a David Moss, que trabajaba conmigo en la librería Brentano’s, para que viese el local a través del escaparate parcialmente tapado. Le gustó, pero le pareció que era jugársela demasiado, y opinó que debía seguir trabajando durante uno o dos años más para así estar mejor preparada.

–Sí, pero –dije yo–, ¿cómo encontraré entonces otro local tan mono como éste, y a 75 dólares al mes?

[…] Al día siguiente fui a ver al señor Weyhe para ver si me daba ánimos; por aquel entonces él ya disponía de su propio edificio en la avenida Lexington, diseñado por Rock-well Kent, y tenía mucho éxito. Al señor Weyhe no le cabía en la cabeza cómo podría subsistir una librería tan al oeste, en pleno distrito de los teatros. “Los actores no leen”, dijo, y sin lugar a dudas me moriría de hambre. Esto fue un mazazo, pero no terminó de ensombrecer aquella sensación de “¡Adelante!” Llamé por teléfono al señor Mischke, que había tenido que cerrar su tienda en la avenida Lexington y ahora trabajaba para Sam Rains en una galería de arte-librería situada en la parte sur de la Quinta Avenida. Dijo que se reuniría conmigo a la vuelta de la esquina, en el Prince George, lo antes que pudiera después de las seis. El señor Mischke me escuchó con interés. Tras hacerme varias preguntas intentó encontrar palabras de aliento.

–Al menos está en el lado adecuado de la calle –dijo.