Es tenue la línea entre las disposiciones de la ley y su uso en favor de intereses políticos específicos. Es claro que así ocurra; una contiene la norma general que será llamada a aplicarse en un momento determinado a futuro y otra es el reflejo de la intensidad por el imperio de un criterio que otorgue la razón o, aún menos, que resulte funcional para alcanzar un objetivo concreto, ahora o después. En ambos supuestos suele estar presente uno de los principales rezagos en nuestro comportamiento social: baja consideración por la cultura de la legalidad.

El resumen de una frase estelar del Ejecutivo Federal: “no me vengan con que la ley es la ley”, presenta una faceta real de la actitud muy extendida sobre la ley en nuestra sociedad: el excepcionalismo, como lo señala un pensador de respeto; es decir, está la regla general, pero se vence ante la hipótesis de excepción a la aplicación del destinatario natural -y quizás- obvio de la norma: “si bien eso señala la ley, en mi caso no se aplica”, para resolver que el orden legal dispone una cosa y la conducta asumida demanda otra.

Una nueva “regla”; la ley ordena, pero sólo se cumple si la persona obligada no tiene la capacidad –¿o la habilidad?– para alegar una excepción. Y no lo escribo sólo en tono de ironía, sino con respecto a algo mayor en doble vertiente, cuando quien determina si la ley es la ley es el ámbito a cargo de resolver, precisamente, esa cuestión.

Cabe recordar, desde luego, la primera vertiente, o la discrepancia con la norma emitida válida y legítimamente en su momento. Es el deber de comportamiento y apartarse de cumplirlo traería aparejada una sanción, pero se discrepa de su contenido. Lo democrático es cambiarla por medios legales; puede no gustarme que la ciudadanía por nacimiento y no por naturalización sea el requisito para elegir a una persona como diputada, pero ese consenso está en la Constitución (art. 55, fr. I).

Y, claro, la segunda vertiente, o la actuación tanto en contra de la norma o en el filo de la interpretación a la cual se aspira, sobre la base de que la determinación propia o del órgano de última instancia favorezca el excepcionalismo.

Con la temporada electoral se generan casos dignos de consideración en torno a esta “tradición” por la razón más básica: está en juego el acceso a cargos de poder público; el propósito avala el nivel de riesgo y, tal vez, la expresión de la voluntad popular permitirá relevar cualquier inconveniente o inconsistencia si avala con la mayoría a quien recurrió a la estratagema.

Vale apreciar tres asuntos impregnados -en mi opinión- de este referente para el análisis del poder ante la ley, así no sea el poder para decidir.

En el Senado se resucita la malentendida facultad exclusiva sobre la desaparición de poderes en una entidad federativa, que es para constatar -por causas físicas o jurídicas- un hecho y no para hacer una declaratoria por la mayoría transitoria con la capacidad para lograr la votación. Si bien es harto sencillo exponer y concluir que en Guerrero se vive una situación de extrema debilidad institucional y de ausencia de capacidad de las autoridades electas para generar confianza a la población y al resto de las partes integrantes de la Federación y a esta misma, sobre la factibilidad de la contención y derrota de la violencia y el control territorial generalizado de las bandas de la delincuencia organizada, el procedimiento constitucional es claro y está normado.

Esta facultad de extrema intervención política de la Federación en la vida de las entidades federativas es nítida, porque la situación debe afectar por igual al Congreso (plural), al Tribunal Superior de Justicia (colegiado) y a quien desempeña el poder ejecutivo. Aún la hipótesis de que sus integrantes han propiciado situaciones que afectan la vida del Estado impidiendo la plena vigencia del orden jurídico (art. 2º, fr. II, de la Ley Reglamentaria de la fracción V de la Constitución), no parecería llevar a la constatación de un clima en cuya generación haya responsabilidad de los poderes legislativo y judicial locales.

Fuego de artificio del grupo parlamentario del PAN al calor de la competencia comicial, pero la mayoría morenista se enredó en el turno, el debate anticipado y la ignorancia de la ley reglamentaria. Lo peor está en el ojo por ojo que asestó: la solicitud del uso de la facultad para Guanajuato, donde gobierna el partido de los proponentes. Al grito de “exacerbemos los ánimos”, al fin que la tolerancia y la convivencia democrática nos sobran, úsese la ley para propósitos políticos sin sustento. ¿Qué definirá la mayoría senatorial? Ojalá lo sensato para enmendar el equívoco inicial.

Dos ejemplos más; uno ya resuelto por la Sala Superior del Tribunal Electoral y otro que ahí deberá resolverse: (i) el Consejo General del INE -en actitud de que impugnen los partidos- decidió avalar las candidaturas de dos gobernadores en funciones -el de Morelos y el de Yucatán- a cargos plurinominales en la Cámara de Diputados y el Senado, respectivamente, a pesar de que los estados donde ejercen sus funciones son parte del ámbito donde la votación se produce, afectándose la equidad en la competencia. Confunden el derecho humano a participar políticamente con las obligaciones de quien ejerce poder público y para qué se establecieron. Morena optó por defender a Cuauhtémoc Blanco y no impugnar, por sí o por un coligado, a Mauricio Vila, y el Tribunal decidió qué “tanto es tantito”, o sea, que puede ser candidato, pero si se separa del cargo; el excepcionalismo con resolución judicial.

Y (ii) el propio Consejo General ha privado a Movimiento Ciudadano de las candidaturas registradas en sus primeras fórmulas para la elección senatorial en Jalisco y Campeche porque asumieron que un acuerdo de su factura puede estar por encima de la letra de la ley que concilia los principios constitucionales en juego; ésta señala que cada partido establecerá criterios objetivos para garantizar la paridad de género en las postulaciones y que no podrán postular a alguno de los géneros “exclusivamente” en las circunscripciones donde hayan obtenido la votación más baja en el proceso anterior (art. 3, párr. 4 y 5 de la Ley General de Partidos Políticos). Sobre la ley inventaron “bloques de competitividad” y sancionan sin fundamento constitucional ni legal al electorado al retirar candidaturas. Una sanción extrema que pueda corregir el Tribunal.

El excepcionalismo en el individuo es grave, pero en la autoridad es la subversión total de la ley.