Hace algunos meses leí con mucho placer la amplia entrevista que el reconocido escritor japonés Haruki Murakami hizo con notorios conocimiento de causa y admiración a su paisano mayor Seiji Ozawa (Shenyang, 1935-Tokio, 2024), sin duda el más célebre director de orquesta que ha dado el País del Sol Naciente. Firmado por ambos, Música, sólo música apareció en su idioma original en 2011, todavía septuagenario el músico aquí homenajeado, y en realidad se trata de un aleccionador y gozoso conversatorio entre dos personalidades de la cultura nipona ya muy asimilados en Occidente, donde el narrador no sólo refleja un franco reconocimiento a lo hecho por su coterráneo, sino además un profundo saber de su legado y del inagotable universo de la música que ha sido otra de sus declaradas pasiones ––presente en buena parte de su literatura––, si bien lo creíamos más cerca del jazz donde incluso de joven fue ejecutante.

Egresado de la Escuela de Música Toho Gakuen en Tokio de donde se graduó con honores en 1959, Ozawa pronto entendió que debía viajar a Europa para ampliar sus conocimientos y entrar en contacto con orquestas y músicos que habían contribuido a reconstruir el quehacer euterpeano durante el difícil periodo de la posguerra. ¡Siempre reconocería su eterno débito para con su inolvidable maestro Hideo Saito, en nombre de quien fundó primero en Tokio la Orquesta Saito Kinen y después en Nagano el Festival Saito Kinen Matsumoto! Primer Premio en el famoso Concurso Internacional de Jóvenes Directores de Orquesta de Besanzón, su mentor Charles Munch fue quien lo convenció y ayudó para que fuera a Estados Unidos a perfecccionarse en el importante Centro de Música de Berkshire, más tarde Tanglewood donde se haría con los años de un merecido prestigio.

Esos años de formación, le confiesa a su interlocutor, serían determinantes para afianzar su verdadera vocación de cara a los grandes compositores y obras del repertorio clásico occidental, en el entendido de que la música es el lenguaje universal por excelencia y contribuye a hermanar países y personas de todo el mundo.

Becario para estudiar con Herbert von Karajan y la Orquesta Filarmónica de Berlín iniciada la década de los sesenta, a su regreso a Norteamérica sería nombrado director asistente de la Orquesta Filarmónica de Nueva York, con Leonard Bernstein, con el famoso Lenny, como él mismo le llama de cariño a lo largo de tan lúcida y amena charla.

Confiesa que fue una de sus mejores épocas, de los lugares donde más aprendió, recordando con nostalgia esos años de camaradería y trabajo exhaustivo, pues Bernstein era obsesivo y perfeccionista. Con él acabaría de descubrir la obra de Beethoven y de Schubert, de Schumann y de Brahms, de Mahler y de Bartók. Con Murakami dialoga sobre estos y otros grandes autores, revisando juntos distintos intérpretes y versiones, sus pros y sus contras, sus hallazgos y sus omisiones.

Director musical de la Orquesta Sinfónica de Toronto entre 1965 y 1970, y de la Orquesta Sinfónica de San Francisco entre 1969 y 1976, y de la Orquesta Sinfónica de Boston entre 1973 y 2002, su carrera de crecimiento y consolidación la hizo básicamente en Norteamérica, entre Canadá y sobre todo Estados Unidos.

Con permanentes estancias en y visitas a Alemania y Austria, no menos importante fue su experiencia lírica por casi una década, ya en el nuevo milenio, con la Ópera Estatal de Viena, a la cual estaría vinculado hasta su retiro por problemas de salud. Ya notablemente disminuido regresó al podio en el 2006, con explicables altibajos ante los que la crítica y el público melómano fue generoso, porque reconocía la trayectoria de un director que supo muy bien establecer puentes entre Oriente y Occidente. Muchos especialistas han llamado la atención sobre la falta de profundidad en algunas de sus versiones, pero en cambio reconocen su pasión, su entrega, su osadía para abordar grandes monumentos orquestales, su prodigiosa memoria.

Con su querido amigo Murakami recuerda sus mejores momentos al frente de la Orquesta Sinfónica de Boston, agrupación con la cual grabó la mayoría de sus versiones premiadas y ya de antología, en las casi tres décadas que estuvo al frente de ella. Schönberg, Tchaikovsky, Prokofiev, Stravinski, Mussorgsky, Ravel, Mahler, Bartók, Liszt, Rachmaninov, Dvorak, son algunos de los grandes compositores que aquí abordó con pasión desmedida, y si bien algunas de ellas sólo contribuyeron a enriquecer su acervo discográfico, otras se ostentan ya como de referencia. Música, sólo música es un buen pretexto para deshilvanar el ovillo, para traer a colación esos trepidantes e inolvidables momentos, insertos en una memoria prodigiosa que con los años sería atacada paradójicamente con el terrible mal de Alzheimer. Antes que el director de orquesta famoso, quien se abre y habla aquí con desparpajo es el ser humano, el ente de carne y hueso atrapado en los recuerdos que identificaron una vida bien vivida y gozada, pero que igual testifican el paso implacable del tiempo que también es esencialmente música.

Sorprendido porque él nunca se había visto como un oriental dirigiendo música occidental, aquí recuerdan ambos cuando un periodista le preguntó cómo podía entender un japonés la música de Beethoven, de Mozart o de Brahms. Su respuesta contundente e irreprochable había sido: “La música es tan internacional como una puesta de sol, que igual se puede ver y disfrutar desde París o desde Tokio”. La música llega al alma, al intelecto, y más allá de diferencias estilísticas o idiosincráticas, en realidad para ella no existen barreras ni fronteras, y las emociones que nos despierte escucharla, si nos permitirmos el placer inefable de hacerlo, no tiene límites.

Ese es el sentido esencial de Música, sólo música, un hermoso conversatorio de dos talentos lúcidos reunidos en derredor de una misma pasión sin la cual la existencia sería menos llevadera con sus muchos estertores e imponderables, con sus muchos resquicios de dolor y de angustia. Como las demás artes, sus hermanas, la música, la buena música, por supuesto, que es mucho más que ruido ensordecedor, representa un milagroso bálsamo que nos cobija, que nos alienta, y sin la cual, como bien escribió Nietzsche, “la vida sería un error”.