El austriaco Anton Bruckner (Ansfelden 1824-Viena, 1896) fue un músico más bien ninguneado en su tiempo, y conocidas son las opiniones contrarias de célebres colegas suyos como su mayor Richard Wagner que lo consideraba uno de los escasos compositores (después de su idolatrado Beethoven) con verdaderas ideas sinfónicas, y su menor Gustav Mahler que emprendió toda una abierta campaña a su favor. Más allá de estas diferencias, lo cierto es que su obra influiría en gran medida en el desarrollo de la música contemporánea, y músicos importantes como el propio Mahler, Alexander von Zemlinsky, Arnold Schönberg, Wilhelm Furtwängler, Paul Hindemith y Herbert von Karajan, entre otros, encontraron inspiración en sus grandiosas e innovadoras sinfonías, incluyendo otros directores más jóvenes que se han sentido atraídos por su música.

Si el revolucionario e imponente acervo escénico de Wagner se ha relacionado injustamente con el Tercer Reich por la declarada postura antisemita del compositor, mucho más excesivo resulta el prolongado silenciamiento del que fue víctima la obra de Bruckner porque al dictador se le ocurrió encontrar y manifestar en su vida y en su obra inspiradoras un no menos evidente motivo propagandístico. La imagen del compositor campirano que había conseguido superarse y crear una obra académica sin tache les resultaba muy conveniente para asentar el origen y el ascenso del Führer, su procedencia humilde y su encumbramiento en su caso (el de Hitler, por supuesto) cargado de megalomanía y esquizofrenia.

Bruckner se formó dentro de una familia campesina de escasos recursos y religiosa, y la figura de su padre sería determinante en el descubrimiento de su vocación. Desde muy joven mostró interés por el órgano y ayudó a mantener a su familia tocando el violín en bailes locales, hasta que con grandes esfuerzos se tituló como maestro. Sin embargo, su ingreso definitivo y profesional a la música se daría más bien tarde, en comparación con otros talentos precoces que mucho admiraba, y su trabajo como compositor comenzó hasta antes de cumplir los cuarenta, edad a la cual un genio como Mozart ni siquiera llegó. Después de mudarse a Viena, porque ese era el camino obligado, se desempeñó como profesor de música, siguiendo el itinerario irremediable de los más para sobrevivir.

Si bien cuando estrenó su Primera Sinfonía era totalmente desconocido, y siguió siéndolo por una década más, su trabajo laborioso y metódico terminaría dando dividendos, siendo reconocido ya hacia 1880 como una de las figuras de la esfera musical vienesa, eso sí siempre un poco al margen y a regañadientes, en mucho a raiz del bando encabezado por Wagner y Liszt y el capitaneado por Schumann y Brahms. Uno de los últimos representantes del Romanticismo austroalemán, Bruckner escribió música para órgano (su instrumento de cabecera), de cámara, coral (además de un Requiem, una Misa Solemnis, siguiendo la herencia de Mozart y Beethoven, su Te Deum constituye un prodigio de escritura en su género) y principalmente sinfónica, género este último en cual destacó con particular e inconfundible genio. Casi todas sus nueve sinfonías suelen estar en repertorio, unas más que otras, y de unas décadas para acá, cuando se consolidó definitivamente su justa incorporación a los programas y acervos discográficos, figuran sobre todo la Cuarta o Romántica, la Sexta, la Séptima que es un verdadero prodigio de grandilocuente orquestación y la Novena en la cual trabajaba cuando la muerte lo sorprendió en 1896. Aun en vida del compositor, muchas de sus sinfonías sufrirían alteraciones y disminuciones con las cuales él no estaba siempre de acuerdo (las de sus discípulos Franz y Joseph Schalk, por ejemplo), dizque con el ánimo de hacerlas más asequibles a un público melómano que para entonces empezaba a hacerse cada vez más liviano. Pero su obsesión de perfeccionamiento y las duras críticas recibidas al estreno de varias de sus partitutas también lo llevaron a que él mismo realizara alteraciones y modificaciones más o menos afortunadas, recapitulando con el tiempo varios de sus admiradores en las primeras o mejores y más completas versiones.

Devoto admirador él también de Wagner, y si bien escribió muchas obras para la Iglesia, su música termina por estar más cerca de una espiritualidad con otras implicaciones más humanísticas, tras el descubrimiento del universo wagneriano y de su contacto con el gran genio de Leipzig. Su maravillosa Séptima está dedicada precisamente a él, cercana a la muerte del Maestro, como le llamaba, si bien su poética termina estando más bien distante de la de su modelo. Esta aureola de profundidad terminaría por encontrar un campo más fértil precisamente dentro de la nomenclatura sinfónica dentro de la cual es considerado ya hoy sin duda uno de sus grandes exponentes, dentro de una tradición alemana que tuvo en Beethoven, Schubert, Schumann, Brahms, Bruckner, Mahler y Strauss a sus más excepcionales exponentes, en dos o más líneas antagóncas pero igualmente complementarias.

La salud de Bruckner se había venido deteriorando gradualmente, por lo que iniciada la década de los ochenta tuvo que abandonar sus actividades docentes y oficiales, refugiándose ya solo en la composición, en la escritura obsesiva su Novena y última sinfonía, número cabalístico que más tarde llevaría a Mahler a demorar la escritura de la suya y apresaurar una subsiguiente inacabada. Hasta entonces reconocido en la Viena donde se le había visto más bien con recelo, el Emperador le concedió en 1895 el privilegio de alquilar gratis un departamento en el Palacio del Belvedere donde pasó su último año de vida. Con un poder creativo infatigable, el compositor continuó escribiendo su obra, pero de esa Novena solo terminaría los primeros tres movimientos, dejando el cuarto apenas esbozado. Sus restos mortales fueron embalsamados según su voluntad; su sarcófago se colocó debajo del órgano, con la inscripción en latín “Non confundar in aeternum” (“No estaré para siempre perdido”), la línea final su magistral Te Deum. Referenciales son las grabaciones de sus sinfonías, entre otras, de Jochun, Karajan, Celibidache, Günter Wand, Carlos Kleiber y Barenboim, y es una extraordinaria oportundad de acceder a su obra todavía con una permanencia injustamente ambivalente.