“Me estoy volviendo ciego, yo me mato” escribió Henry de Montherlant (París, 20 de abril de 1895-21 de septiembre de 1972) antes de ingerir una cápsula de cianuro y dispararse un tiro en la boca. Autor de novelas, teatro, ensayo, cuentos y cartas, combatió en la primera Guerra Mundial y participó en la guerra civil española. En 1960 fue elegido miembro de la Academia Francesa. Transcribo las primeras líneas de El caos y la noche, traducida por María Luisa Gafaell para Noguer (1974)

–Al norte está Inglaterra, país incomprensible, y los Estados Escandinavos, países incomprensibles. Al sur está el Vaticano; la cúpula de San Pedro es el apagavelas del pensamiento occidental: en más grande, es lo mismo que la cúpula que vemos desde aquí (señaló el Sacré-Coeur de Montmartre, muy cerca, a su izquierda). Alrededor del Vaticano está Italia; Italia, son los aviones que protegieron los baluartes de Franco nada menos que en el momento en que se decidía la partida.

Se detuvo, cogió a su compañero del brazo. El otro se detuvo.

–Al oeste están los Estados Unidos. Los Estados Unidos son el cáncer del mundo. A un lado el Bien, al otro el Mal; esto es evidente. Lo aprendí con los frailes. Los Estados Unidos son el Mal. Todavía prefiero el Papa a América –concluyó, con los ojos ardientes.

–Vamos a echar un trago –dijo el más bajo de los hombres (los dos se expresaban en español, el más bajo con un fuerte acento valenciano)–. Hubiera tenido que ofrecerte algo en casa. Pero hará más fresco en la posada.

Estaban en la rue d’Orsel. Dieron la vuelta y entraron en la rue Briquet. Es un pasaje estrecho que va desde la rue d’Orsel al bulevar Rochechouart. Unos mojones de otra época, plantados en cada una de las salidas, están destinados aparentemente a impedir la entrada de los carruajes; sin embargo, había automóviles en esta especie de calle, que estaba desierta aquel 27 de julio, uno de los días más calurosos del sofocante verano de 1959. Por delante, la calle desembocaba en África: se veía desfilar furtivamente a los naturales de aquel continente, con algunos raros franceses de vez en cuando, sin duda cautivos y esclavos; unos negros llevaban largas palas, para enterrar los cadáveres.

Apenas habían entrado en la calle, cuando el más alto se paró de nuevo, puso la mano sobre el brazo del bajito, que se detuvo dócilmente. El alto dijo:

–Al este, está Alemania, país incomprensible…

–Está Suiza –dijo el bajito, con un aire burlón y malicioso, como si tendiera una trampa al alto. El alto no se inmutó.

–Suiza es un país muy importante, importantísimo. Es el único país civilizado donde no hay condecoraciones: un ejemplo que Suiza da al mundo. Nadie lo sabe; y, si lo supieran, no lo comprenderían, o más bien lo criticarían. ¡Pensar que hasta la URSS tiene condecoraciones!

–Porque está la URSS…

–Es muchísimo lo que debemos a la URSS. Sin embargo, todo hay que decirlo, tenemos que ser reservados.

–Más que reservados –dijo el bajito, que intentó seguir andando.

Pero el alto le arponeó el brazo, le inmovilizó y volvió a hablar:

–Tengo en el bolsillo un artículo mío sobre los Estados Unidos. Lleva por lema una frase de Trotsky: “Los Estados Unidos tienen como columnas de Hércules la vulgaridad y la estupidez”. Tú sabes todo lo que me separa de Trotsky […] Y, sin embargo, fue un intelectual, un desviacionista, un perseguido y un vencido, y eso crea una especie de vínculo entre él y yo. En mi artículo escribo con todas las letras que los Estados Unidos son “una nación sin honor”. Pero voy a suprimir esa frase.