Las novelas de Pierre Lamaitre (París, 19 de abril de 1951) entablan un interminable y erudito diálogo con la literarura que las precede, hacen sentir al lector espectador y parte, son devastadoras e imposibles de abandonar, tanto la serie policiaca como la dedicada al periodo de las grandes guerras. Nos vemos allá arriba inicia la trilogía Los hijos del desastre y le valió a su autor el prestigiado Premio Goncourt. Transcribo las primeras líneas de la edición de Salamandra (2013), con traducción de José Antonio soriano Marco.

Noviembre de 1918. Todos los que pensaban que aquella guerra acabaría pronto habían muerto hacía mucho tiempo. Precisamente a causa de la guerra. Así que, en octubre, Albert recibió con bastante escepticismo los rumores sobre un armisticio. Les dio tanto crédito como a la propaganda del principio, que aseguraba, por ejemplo, que las balas de los boches eran tan blandas que se estrellaban contra los uniformes igual que peras pasadas, y provocaban las carcajadas de los regimientos franceses. En cuatro años, Albert había visto la tira de tipos muertos por el impacto de una bala alemana.

Era consciente de que su negativa a creer en la inminencia de un armisticio tenía algo de superstición: cuanto más se espera la paz, menos crédito se da a las noticias que la anuncian, que es un modo de ahuyentar la mala suerte. Sólo que esas noticias llegaban día tras día en secuencias cada vez más seguidas y en todas partes se repetía que la guerra estaba realmente a punto de terminar. Por increíble que pudiera parecer, incluso se pronunciaron discursos sobre la necesidad de desmovilizar a los veteranos, que llevaban años en el frente. Cuando el armisticio se convirtió al fin en una perspectiva razonable, hasta los más pesimistas empezaron a acariciar la esperanza de salir con vida de la contienda. En consecuencia, nadie siguió mostrando el mismo ardor en las cuestiones ofensivas. Se decía que la 163a. División de Infantería intentaría cruzar el Meuse por la fuerza. Aún había quien hablaba de liarse a guantazos con el enemigo, pero, en términos generales, entre los de abajo, entre Albert y sus camaradas, después de la victoria de los aliados en Flandes, la liberación de Lille, la derrota austriaca y la capitulación de los turcos, había mucho menos entusiasmo que entre los oficiales. El éxito de la ofensiva italiana, los ingleses en Tournai, los estadounidenses en Châtillón…: estaba claro quién llevaba las de ganar. El grueso de la unidad se puso a contar las horas, y empezó a vislumbrarse una clara línea divisoria entre quienes, como Albert, habrían esperado al final de la guerra sentados tranquilamente junto al petate, fumando y escribiendo cartas, y quienes se morían de ganas de propvechar los últimos días para zurrarse un poqiuito más a los boches.

Esa línea de demarcación se correspondía exactamente con la que separaba a los oficiales del resto de los hombres. Nada nuevo, se decía Albert. Los mandos quieren ganar todo el terreno posible para sentarse a la mesa de negociaciones en posición de fuerza. Serían capaces de sostener que conquistar treinta metros podría cambiar realmente el desenlace de la guerra y que morir hoy es aún más útil que haber muerto ayer.

El teniente d’Aulnay-Pradelle pertenecía a esta categoría.

 

Novedades en la mesa

La nueva novela de paul Auster, Baumgartner (Seix Barral, 2024) traducida por Benito Gómez Ibañez.