A mediados de 1969, en pleno apogeo de la Guerra Fría, John Lennon lanzó su canción Give peace a chance, que rápidamente se convirtió en bandera del movimiento antibélico en Estados Unidos, entonces enfrascado en la guerra de Vietnam. Más de cinco décadas después, esta afamada melodía no ha perdido actualidad y su nombre se mantiene como objetivo por alcanzar. En efecto, la globalización, injusta y refractaria al cambio, mezcla pobreza endémica e injusticia social, con pugnas entre soberanías competitivas que debilitan al orden liberal.  Esta sombría realidad acredita que las herramientas para la preservación de la paz y la seguridad mundiales son precarias y abren flancos de riesgo para todos.

Aunque remoto, hay espacio para un arreglo alternativo y auspicioso. Para emprender el cambio se requiere una idea de paz sostenible, que posibilite procesos de reconciliación política, desarrollo económico y social y reparación de realidades poscoloniales. A fin de alcanzar tales metas las potencias deben ceder, es decir, reconocer que la prolongación de animosidades profundiza desencuentros y nutre tensiones. En esta tesitura, la posibilidad de sustituir a la ONU por un ente similar, pero con la legitimidad de la que adolece aquella, invita a una reflexión mesurada, donde las carretas no pueden ir por delante de los caballos. Es decir, cualquiera que sea el trayecto, tendrá que estar antecedido por una visión clara de lo que hay que hacer de inmediato, para que llegada la hora de la transición, no haya duda ni confusión. El seguimiento de una ruta de este tipo obliga a poner pies en tierra y a preparar terreno. De ahí la inconveniencia de insistir en remendar a la ONU; es al revés, lo que se necesita es convocar a una reflexión amplia acerca del proceso que habrá de derivar en la inauguración del organismo que la sustituya. Como primer saque, hay que alejar la contingencia de que se perpetúe el poderío de estados depredadores, que en la incoherencia y anarquía de la globalización, abusan de la vulnerabilidad de terceras soberanías y de un diseño de seguridad alicaído pero que, paradójicamente, continúa siendo útil a sus intereses hegemónicos.

La transformación del entramado multilateral precisa recapitular en la esencia de la política del poder y del pensamiento realista y neorrealista que la acompaña. El cambio sistémico no podría emular a los países triunfadores de la Segunda Guerra Mundial, que por sí solos decidieron la senda de la reconstrucción. Al contrario, para ser legítima esa propuesta de cambio debe convocar a todos los actores de la periferia, de tal suerte que sus necesidades, exigencias e identidades estén consideradas en el formato institucional y en el espíritu y letra de los documentos constitutivos del nuevo organismo. Con sus complicaciones y determinantes, este proceso deberá ser amplio y propiciatorio de mecanismos de toma de decisión no subjetivos ni sectarios, que se determinen por una fórmula inédita de seguridad colectiva fincada en criterios universales, horizontales y de desarrollo sostenible. Mientras ello ocurre, el tiempo avanza y los hilos que sostienen a la ONU siguen debilitándose. Parafraseando a Winston Churchill, ante una disputa entre el pasado y el presente, es imperioso evitar la pérdida del futuro.

El autor es internacionalista y doctor en Ciencias Políticas.