Muriel Barbery (Marruecos, 28 de mayo de 1969) se mimetiza con Japón al plantear el dilema entre amor y ética del marchante de Kioto Haru Ueno en Una hora de fervor (Seix Barral, 2023, traducción de Isabel González-Gallarza), de la que transcribo las primeras líneas.
“A la hora de morir, Haru Ueno miraba una flor y pensaba: todo gira en torno a una flor. En realidad, su vida había girado en torno a tres hilos y sólo el último era una flor. Ante él se extendía el pequeño jardín de un templo cuya vocación era ser un paisaje en miniatura salpicado de símbolos. Lo maravillaba que siglos de búsqueda espiritual hubieran desembocado en esa distribución precisa: tantos esfuerzos dirigidos a una significación y, a la vez, a una pura forma, pensaba también.
“Pues Haru Ueno era de aquellos que persiguen la forma.
“Sabía que moriría pronto y se decía: al fin estoy en armonía con las cosas. A lo lejos, el gong del Honen-in resonó cuatro veces, y la intensidad de su propia presencia en el mundo le dio vértigo. Frente a él, el jardín de muros encalados rematados por tejas grises. En el jardín, tres piedras, un pino, una franja de arena, un farol y musgo. Más allá, las montañas del este. En cuanto al templo, se llamaba Shinnyo-do. Durante casi cinco decenios, Haru Ueno había recorrido cada semana el mismo circuito: subía hasta el templo principal en lo alto de la colina, atravesaba el cementerio que se extendía más abajo y volvía a la entrada del complejo, al que contribuía con importantes donaciones.
“Pues Haru Ueno era muy rico.
“Había crecido observando caer y fundirse la nieve sobre las piedras de un torrente de montaña. Estibada en una orilla, la pequeña casa familiar, en la otra, un bosque de grandes pinos en el hielo. Durante mucho tiempo, Haru había creído amar la materia: la roca, el agua, las hijas y la madera. Cuando comprendió que lo que amaba eran las formas que adoptaba esa materia, se hizo marchante de arte.
“El arte: uno de los tres hilos de su vida.
“Por supuesto, no se había hecho marchante de la noche a la mañana, había tenido que transcurrir el tiempo necesario para cambiar de ciudad y conocer a un hombre. A los veinte años, Haru había dado la espalda a las montañas y al negocio de sake de su padre y había cambiado Takayama por Kioto. No tenía dinero ni contactos, pero poseía una fortuna poco común: aunque lo ignoraba todo del mundo, sabía sin embargo quién era. Ese mes de mayo, sentado en el suelo de madera, entreveía el porvenir con una claridad cercana a la lucidez que sólo da el sake. A su alrededor, el murmullo del complejo de templos zen en el que un primo monje le había conseguido una habitación. El encuentro entre la fuerza de su visión y la inmensidad del tiempo le daba vértigo. Esa visión no decía dónde ni cuándo ni cómo. Decía: una vida consagrada al arte. Y también: tendré éxito. La habitación daba a un minúsculo jardín sombreado. Más allá, el sol doraba las cañas de los grandes bambúes grises. Entre las hostas y los helechos enanos, crecían lirios de agua. Uno de ellos, más alto y grácil que los demás, oscilaba en la brisa. En alguna parte sonó una campana. El tiempo se diluyó y Haru Ueno fue esa flor. Y luego ese momento pasó.
“Ese día, 50 años más tarde, Haru Ueno miraba la misma flor y se asombraba de que, de nuevo, fuera 20 de mayo a las cuatro de la tarde […] Recordó a Keisuke, que aguardaba en alguna parte a que muriera, y pensó: una vida se resume en tres nombres.
“Haru, el que no quiería morir. Keisuke, el que no podía. Rose, la que viviría”.