Acabo de leer con avidez el sabio y apasionante libro Mi vida con Wagner (Akal, Madrid, 1913), del reconocido director de orquesta berlinés Christian Thielemann (Berlín, 1959). Escrito con la cabeza y con el corazón, como dice su autor es la única forma cierta de abordar a quien ha representado una de sus grandes pasiones abajo y arriba del podio, Mi vida con Wagner tiene como mayor cualidad el ofrecer una forma poco ortodoxa y por lo mismo hasta cierto punto novedosa de acceder al maravillosamente avasallador e inagotable mundo wagneriano. Como su propio complejo operístico, la personalidad de Wagner, nos dice el autor, resulta entreverada y pletórica de matices, y quizá por lo mismo ha sido uno de los grandes personajes de la música sobre quien más se ha escrito, desde todas las perpectivas, con vehemente ya sea culto o inquina, con exacerbada devoción o con ingente odio.

Otro talento igualmente complejo y controversial en su personalidad, el norteamericano Leonard Bernstein dijo de Richard Wagner que era un músico de primera y un ser humano de tercera, al reconocer su genialidad creadora,  pero a la vez poner en tela de juicio su calidad humana. Sin embargo, lo que en última instancia debiera de trascender de un artista es el valor de su obra, lo que esta es capaz de despertar y de producir en nosotros, su alcance y su influencia en futuras generaciones. Si bien su personalidad trasciende de una u otra forma en su obra, siendo más o menos perceptible en ella, y sin dejar nunca de repercutir tanto en el proceso creador como en el resultado del mismo, ese todo artístico nuevo y autónomo conseguirá tener vida propia y ser un ente aparte, una estructura que se explique  por sí misma. Eso lo entiende y explica muy bien Thielemann con respecto al valor protagónico e innegable de la obra inconmensurable de Wagner, más allá de entrever igualmente lo complejo y disonante de su personalidad megalómana y por lo regular ventajosa. Thielemann mismo insiste en que una personalidad tan multitotal como la de Wagner constituye un campo fértil en materia psicoalítica, incluido su fervoroso antisemitismo del que cincuenta años después de su muerte Hitler y el Tercer Reich sacarían excesiva rajatabla. Pero más allá de prejuicios y de fobias más o menos comprensibles y justificables, la obra de Richard Wagner vale por sí misma, por encima de que un loco y sus no menos enfermos esbirros fanáticos la hayan convertido en emblema propagandístico, como lo hicieron de igual modo con la obra de Beethoven y de Bruckner.

Mi vida con Wagner hace una revisión exhaustiva del llamado mundo wagneriano, de la personalidad compleja del creador y de su obra extraordinaria, de lo que ha representado para sus ejecutantes musicales e intérpretes vocales como escuela suprema de perfeccionamiento, como especialidad cimera  ––la del llamado canto heroico–– a la cual no pueden acceder todos en igualdad de circunstancias, porque sus exigencias son muchas y no aptas ––sobre todo en el terreno vocal–– para todos. Thielemann nos comparte su propia experiencia formativa y de ascenso en esta especialidad donde no suelen estar todos los que son ni ser todos los que están, porque si bien ha sido terreno invaluable en la consolidación de muchas carreras, de igual modo ha representado el lastimoso ocaso de otras para quienes se convirtió en campo minado, porque nunca debieron de haber accedido a él o lo hicieron antes de tiempo. Como bien explica el aquí de igual modo sabio y ameno escritor, Wagner tenía muy claro, como otros grandes compositores de ópera, que la voz es el gran instrumento lírico, más allá de que el desarrollo musical tenga de igual modo en él un peso específico.

Uno de los grandes exponentes actuales de la tradición germana en la dirección de orquesta, continuador de Furtwängler y Von Karajan, de Carl Böhn y Carlos Kleiber, de alguna manera sus modelos, es especialmente reconocido sobre todo por lo hecho con el gran acervo musical germano decimonónico, desde Beethoven hasta Bruckner, desde Schubert hasta Richard Strauss, desde Schumann hasta Brahms, convirtiéndose la obra de Richard Wagner de su gran  tópico a alcanzar. De  hecho la propia génesis de Mi vida con Wagner va de la mano con su creciente estudio concienzudo y apasionado de la obra del gran genio de Leipzig, hasta acceder a la Dirección Musical de ese gran pináculo en materia wagneriana que representa el Festival de Bayreuth ––con todo y el canon Bayreuth–– donde ha dirigido desde el 2000, un poco de la mano, y así lo reconoce, de Daniel Barenboim, quien ha tenido algunos de sus más grandes triunfos precisamente en la Colina Verde.

Quien en este libro dignifica la carrera no siempre reconocida como se debiera del kapellmeister, como el gran maestro formador de coros y atrilistas de una orquesta,  más allá de la parafernalia que en mucho casos rodea la carrera de un director de orquesta tal y como hoy se entiende, Thielemann empezó su trayectoria a los diecinueve años como korrepetitor  en la Ópera Alemana de Berlín (Deutsche Oper Berlin) y asistente del propio Herbert von Karajan. Director musical de la Deutsche Oper Berlín, y más tarde de la Orquesta Filarmónica de Múnich, y desde el 2011 de la Staatskapelle de Dresde, ha sido de igual modo director invitado habitual de la Orquesta Filarmónica de Viena, y con todas esas instituciones ha grabado una amplia aunque acotada discografía con la obra neurálgica de sus compositores alemanes decimonónicos de cabecera. Y por supuesto que en ese selecto acervo se encuentra buena parte del amplio y maravilloso gran caudal operístico wagneriano, en varios casos con varios registros, a excepción solo de sus óperas tempranas y de Tannhäuser que en cambio sí ha dirigido en varias ocasiones. Dominan la escena, en su caso, Tristán e Isolda, Los maestros cantores de Núremberg, Pársifal y por supuesto todo el complejo de la trilogía con prólogo El anillo del nibelungo: El oro del Rin, La valquiria, Sigfrido y El ocaso de los dioses.

Christian Thielemann insiste en que la obra de Wagner debe ser abordada con la cabeza y con el corazón, y sin el predomio de ninguno de estos dos terrenos, porque su universo operístico, como ejercicio de búsqueda de la obra total, está igualmente transido por lo apolíneo y lo dionisiaco, como resulta ser en esencia nuestra propia condición humana. Y su abordaje de la obra de Wagner se caracteriza precisamente por ocuparse de igual modo de la monumentalidad del todo y la atención del detalle, tanto de su hondo sentido musical como del teatral que aquí conforman un corpus insepable, tanto de la transparencia en las texturas orquestales como del estilo camerístico. Esta y otras informaciones están presentes en este libro a la vez docto y ameno, pletórico de datos librescos y experiencias y anécdotas de primera mano (con el Festival de Bayreuth y la dinastía Wagner, por supuesto, en el centro de la escena), por lo que Mi vida con Wagner constituye una excelente guía ya sea para acceder o conocer más sobre un universo que cuando nos toca se convierte en un refugio apasionante e inagotable.