Este domingo 2 de junio se concretará la cita con las urnas para renovar los poderes ejecutivo y legislativo de la Unión y miles de responsabilidades en las entidades federativas, incluidas nueve titularidades del ejecutivo local. Casi 100 millones de personas ciudadanas habremos de emitir un veredicto doble: la evaluación del pasado inmediato y el presente que busca refrendarse, y el trazo del porvenir a la luz de las propuestas de continuidad o de cambio.

Una Nación en la encrucijada de la disputa por la conducción a partir de concepciones contrapuestas: privilegiar la equidad sobre la ley o la justicia social dentro del Estado de Derecho; la ruta del discurso justiciero que requiere poder sin contrapesos o el camino de la narrativa de conciliar libertades e igualdad para afirmar la justicia.

Desde Palacio Nacional se ha sembrado, promovido y profundizado la división de quienes somos el pueblo de México en dos extremos excluyentes y sin posibilidad de diálogo y entendimiento: polarización irreconciliable o, peor, sujeción o sometimiento del contrario. Las elecciones lo propician naturalmente por la necesidad de decidir entre las opciones en la boleta, pero ahora la polarización antecedió al proceso y lo ha regido.

En el centro de la disputa se encuentran las nociones de pueblo y de ciudadanía. Ambas se entrelazan como las reivindicaciones torales frente a la concentración del poder y la ausencia de reconocimiento de los derechos de las personas en las monarquías absolutas. Si el pueblo es el sustrato esencial del poder público y si la ciudadanía es la titular del derecho -entre otros- a elegir a sus representantes en el ejercicio de los cargos, el avance hacia la universalización de ambas categorías deja sin materia la pretensión de excluir de la opinión y las decisiones de la comunidad política a quien disiente. En el pueblo y en la ciudadanía la pluralidad es axiomática.

Es falaz, por antidemocrático, dividir al pueblo y a las personas ciudadanas entre quien lo conforma o tiene esa calidad, por ser afín a una persona, propuesta o idea, y quien traiciona a la Nación por no serlo. No hay pueblo bueno ni malo; no hay ciudadanía correcta ni incorrecta. Son clichés para la propaganda, porque el pueblo y la ciudadanía son categorías políticas de la libertad. En el acceso irrestricto a la calidad de persona ciudadana y la libertad para ejercer el derecho a participar en la conducción del Estado echa raíz el principio democrático y la esencial igualdad que implica para cada integrante de la Nación.

El principal y más amplio órgano político del Estado constitucional de nuestro país es la ciudadanía; no sólo es la esencia de la formación política estatal, sino el espacio plural del ser para definir y mandar con el voto y sus efectos.

Una forma de apreciarnos retrospectivamente en la historia es a la luz de la afirmación y evolución de la ciudadanía. Nace con la Independencia, enfrenta limitaciones y no se afirma en los avatares del siglo XIX. Está establecida en los textos constitucionales, pero los derechos inherentes carecen de eficacia porque la democracia es también texto, pero no práctica. Quizás la razón fundamental de ello es la muy baja convicción por el imperio de la ley y el ejercicio del poder a través de instituciones y normas.

Con la Revolución una de las premisas es el rescate del derecho ciudadano a elegir. Sin embargo, el establecimiento y defensa de los regímenes emanados a raíz del movimiento armado para cristalizar sus compromisos sociales, bajo los entendimientos y prioridades de esa hegemonía, colocaron en una larga pausa las reivindicaciones de la democracia electoral.

En un tramo la afirmación del caudillo transformado en presidente y en otro la institución presidencial devenida en figura que concentra el poder con elecciones sin competencia factible, hasta la irrupción de las personas ciudadanas que reclaman la transición a la democracia para que la legitimidad no sea la custodia de la herencia revolucionaria sino el sufragio libre y auténtico.

¿Cuánta ciudadanía real se ha construido en nuestra sociedad en los distintos tramos de esa transición? Suficiente para generar la apertura política en 1977, el surgimiento de una nueva generación de instituciones electorales en 1989-1990 y la sujeción de los comicios a la ley, la autonomía e independencia del gobierno de la institución encargada de organizar los comicios en 1996 y las varias alternancias políticas desde el 2000.

Esa ciudadanía, ¿es ajena o siquiera neutral a la otra gran reclamación histórica por la mayor igualdad y el combate a las injusticias sociales? Por supuesto que no. La reivindicación ciudadana y la reivindicación por la justicia social son dos facetas de una misma concepción del deber ser de la Nación. La ciudadanía que afirma el derecho a decidir en libertad el rumbo de la República con el sufragio y la exigencia de la acción gubernamental por los cauces de la ley es la misma ciudadanía que expresa su compromiso con la generación de las mejores condiciones de vida para sí y, sin distingo, para toda la población. Es integral. ¡Cuánta ciudadanía!

La confrontación de polos excluyentes no ha sido sino un diseño perverso y distractor. Perverso porque alienta el rechazo y la supresión del otro y distractor porque busca evitar la evaluación serena y objetiva de la gestión gubernamental que fenece y entregar la estafeta a quien continúe esa ruta marcada por el fracaso.

Esta es una elección presidencial peculiar, porque la abanderada gubernamental simula logros, pretende ignorar la realidad, reniega del pasado reciente y ofrece la restauración del presidencialismo sin controles con el adelanto de sus ejes: injerencia gubernamental a su favor, captura de los órganos electorales, entrega institucional de dinero público para asegurar respaldo y ejercicio ilimitado de la propaganda desde el aparato público.

El vigor ciudadano que jubiló al partido hegemónico y ha dado y retirado su confianza a diversas opciones está ahí. Ya ha enfrentado y sancionado gestiones con notables incumplimientos. Ahora evaluará la contradicción de la militarización y la inseguridad rampante y el subsidio del erario contra el deterioro del acceso a la salud y la educación.

Este 2024, más allá de los emblemas partidistas o de las candidaturas registradas, la ciudadanía está llamada a definir entre la continuidad o el cambio. No hay contradicción entre pluralismo democrático y reivindicaciones sociales. ¡Vamos a las urnas!