A la memoria de mi querida cuñada

Beatriz Rodríguez Cervantes

 

A raiz de la muy triste e inesperada muerte de mi querida cuñada Beatriz (Ticha) Rodríguez Cervantes, con quien compartí no sólo el respeto por nuestro maravilloso idioma sino además un no menos genuino ––al menos de su parte­–– amor por los otros animales distintos a nuestra tan desigual especie, en especial por nuestros hermanos los perros (ella también tenía gatos), quise desempolvar este texto sobre una pequeña pero honda novela que mucho me gusta y conmueve del recientemente desaparecido gran escritor norteamericano Paul Auster. A raiz de su no menos entrañable apego por esos tan especiales seres en derredor de los cuales de igual modo han escrito otros grandes polígrafos, Tombuctú está contenido en el más amplio ensayo Paul Auster y la música del azar, que forma parte del libro Con el espejo enfrente: Interlineados de la escritura, editado por mi dilecto amigo Bernardo Ruiz en la UAM (con el apoyo de mi muy querido e inolvidable René Aviles Fabila), y que con la generosidad que le caracterizaba prologó Nacho Trejo Fuentes, de quien de igual modo he sentido mucho su prematura muerte.

Publicado por Paul Auster en 1999, Tombuctú nos recuerda al Unamuno de Niebla, en cuanto instrumento narrativo que reutiliza elementos fabulescos para poner el dedo en la llaga con respecto a los desmedidos apetitos de una época embelesada por el narcótico de la banalidad y el hedonismo. A través de Míster Bones, perro de raza indefinida pero de una inteligencia muy precisa, el polígrafo norteamericano construye aquí una novela cuyo discurso se mueve entre la ironía y la nostalgia, entre la crítica acerva a un mundo perdido en un enfermizo homo centrismo y la construcción de un alternativo utópico donde el amor y el respeto a los demás ––a los otros diferentes–– nos salvan del precipicio. Y claro, ese can no habla inglés dizque porque “la forma de sus fauces no se lo permiten”, cuando en realidad se resiste por voluntad propia a “imitar” una lengua que considera terriblemente “obcecada” y “temeraria”; y por supuesto que la entiende a la perfección, para su desgracia, después de escuchar por tantos años el terrible torrente verbal de su “mareado” amo: “Era su segunda lengua, por supuesto, muy diferente a la que le había enseñado su madre, pero si su pronunciación dejaba algo que desear, dominaba a la perfección las interioridades de la sintaxis y la gramática”.

Bones piensa e interpreta el mundo con una sensibilidad muy canina, si bien de los humanos ha aprendido su sintaxis enloquecida, delirante. Condenado desde cachorro a vivir con su amo William Gurevitch, Míster Bones ha sido testigo sensible de cómo su “despistado” dueño se transformó en Willy Christmas desde que tuvo la alucinación de ver y escuchar a Santa Claus en la televisión, presa de una experiencia mística que acabó, como en el caso del don Quijote de Cervantes, de sacarlo de este mundo sin sentido. Vagabundo, poeta errante, excéntrico sobreviviente de las revoluciones de los setentas, el ahora salvador pero hundido Willy Christmas no cuenta más que con la bondad y el cariño irrestrictos de su cercano amigo Bones, con quien ha recorrido Norteamérica y ha superado los duros inviernos de Brooklyn, porque están condenados a vivir —a sobrevivir— el uno junto del otro, hasta que la muerte los separe, otra vez como en el caso de los paradigmáticos grandes personajes de don Miguel de Cervantes Saavedra: don Quijote y su fiel escudero.

Para quienes estamos cada día más convencidos de que en verdad el perro es el mejor amigo del hombre, más allá, mucho más allá de ese apenas para tantos manido lugar común que para nada profesan, es indudable que estaremos de acuerdo con la aseveración austeriana de que ese invaluable compañero no sólo también tiene alma, sino que la suya resulta ser muy superior a la de los más de nuestra condición: “Sabía que aquella alma era mejor que muchas, y cuanto más la observaba, más refinamiento y nobleza de espíritu encontraba. ¿Era Míster Bones un ángel metido en el cuerpo de un perro?” Mi querido y admirado Fernando Vallejo quizá diría al respecto que pruebas de confiabilidad perruna hay de sobra, mientras que por los desconocidos seres alados, ¿quién de verdad se atrevería a meter las manos al fuego?

En esta preciosa disertación canina que es Tombuctú, Auster prosigue su aprecio por los anagramas al afirmar que la mayor prueba de la benevolencia natural de los perros se corrobora en la escritura al revés de la grafía inglesa “dog” (perro), que resulta ser nada más y nada menos que “god” (Dios)… ¡Habrá acaso prueba mayor de esa verdad, que “es la Verdad”, en palabras del mismo Auster! Pero Vallejo nos corregirá al respecto con que “no hay más verdad que el aquí y el ahora, o si acaso el ayer”, y tanto en ese pasado como en este presente estás tú, amigo inseparable… Testarudo que soy, todos los días hablo con mis amados canes, más inteligentemente testarudos que yo, y todos los días me lo corroboran.

Volviendo al Míster Bones de Tombuctú, Auster nos asegura que se percibe en él inclusive cierta exquisitez estética, que por otra parte proviene de un particular refinamiento de espíritu tampoco presente en muchos humanos que conozco. O si no por qué me habré visto obligado a contestar muy ufano a un insulso, cuando en la redondez de sus limitaciones de intelecto pero sobre todo de espíritu me increpó que “por qué me había atrevido a llevar a mis perros (Constanza y su hijo Simón Armando eran entonces nuestros inseparables compañeros de viaje, y desde pequeños escuchaban, atentos y pacientes, extasiados, la música que oíamos) a un concierto público donde se interpretaba el Carmina Burana de Carl Orff: “Mire, ahí como los ve, estos perros han escuchado mucha más música clásica que usted en toda su vida…”

Y Tombuctú no puede ser otra cosa más que ese lugar a donde deben de ir a parar las almas buenas después de desprenderse de la coraza corporal que las oprime, como me lo han constado nuestros amados compañeros perrunos de vida ya idos y llegó a entenderlo muy bien Míster Bones luego de que se lo explicara su sufrido pero generoso amo Willy. En medio del desierto, y ya muy lejos del mundanal ruido de Nueva York y de Baltimore, el sensible y siempre profundo Míster Bones reconoce el utópico Tombuctú de sus sueños guajiros, o más bien de los del doblegado Willy, porque al fin de cuentas en su bondad de alma él cree de verdad que todos deberían de ir a parar allí: “Donde termina el mapa del mundo, es donde empieza Tombuctú”, le dijo en alguna ocasión el propio Willy. A ese “paraíso de la otra esquina”, como tituló Vargas Llosa una de sus más bellas y personales novelas en torno a la utopía total, tendrán que arribar juntos los dos amigos inseparables, en igualdad de condiciones y de circunstancias, sin diferencias de ninguna índole y hablando por fin una misma lengua. Si el reino no es de este mundo, contradiciendo a Alejo Carpentier, Míster Bones tendrá ahora por fin la certeza de que las pretensiones de su amo de dejar un mundo mejor al que había encontrado no será nunca factible.

Aparte de otros memorables textos de Twain, London, Chéjov, Kafka, Woolf, Calvino, Lessing, entre otras grandes plumas que han escrito sobre perros (también los hay quienes lo han hecho sobre gatos, y algunas otras especies), igualmente me viene a la memoria esa hermosa antología editada por mi muy querida y admirada gran maestra y amiga Anamari Gomís, Dejar huella, donde reúne textos estupendos en derredor de ese inseparable gran amigo, de Sergio Pitol, Ángeles Mastreta, Naief Yehya, Alicia García Bergua, Mario Bellatin, María Luisa “La China” Mendoza, David Martín del Campo, Sandra Lorenzano, Rafael Pérez Gay, Orfa Alarcón, Eusebio Ruvalcaba y Eduardo Cerdán. Estos y otros sensibles artistas han sido capaces de plasmar el grado de comunión que han logrado con estos grandísimos compañeros a quienes han conseguido apreciar más allá de como simples mascotas de segunda o menor especie, que en tantísimos casos no cuentan o simplemente se desconocen de un plumazo en las sumas y restas de lo dejado por sus amos. Sin considerar que eran miembros inseparables de sus amos muertos, mucho más que parte de un inventario mueble, se les abre la puerta para que vayan con Dios y son abandonados a su suerte, porque su cortedad de alma no les permite ver que existe un compromiso moral o ético, si de verdad quieren honrar la memoria de su deudo, para con ellos.