La nueva novela de Silvia Molina (CDMX, 10 de octubre de 1946), El tío Rafael o la huida del peregrino (Bonilla Artigas editores, 2024), cuenta la historia de un hombre enciclopédico, de cuando la vida alcanzaba para ser erudito, recorrer el mundo, protagonizar azañas intelectuales, escribir una crónica infinita y disfrutar un vino en sobremesas y tertulias, con la España republicana y el México de mediados del siglo XX por escenarios. Transcribo las primeras líneas.

La última vez que vi al tío Rafael fue a mediados de septiembre de 1961. Tenía 73 años y yo cumplía 15 en octubre. Aquella mañana no había mandado por mí:

–Si está la Dulcinea, que la cruce la mucama.

Me llamaba “Dulcinea”, como lo he contado, pero una vez que me vio morder y darle de patadas a mi hermano mayor, se quedó azorado y me desconoció. Tuve que explicarle:

–Tengo a cuatro encima de mí todo el día, si no me defiendo…

Noté su mirada maliciosa, pero lo había visto alterado, sorprendido de que yo pudiera ser también una “fierecilla”. Me dolió su distancia temporal, porque lo quería como al abuelo que no tuve. Era cariñoso, tenía sentido del humor y me enseñaba muchas cosas: saborear platillos extraños como percebes, cocido madrileño, fabada asturiana, salmorejo, rabo de toro, pulpo a la gallega, migas… (platillos que llevaba en cazuelitas de barro de las cantinas que frecuentaba –El Puerto de Cádiz, El Gallo de Oro, El casino Español, La puerta del Sol, El Salón España–), tomar vino en la mesa, aprender de memoria romances –que me gustaban porque son pequeños cuentos–, poemas, versos.

Yo prefería lo triste, y eso le causaba gracia. Me aprendía más pronto lo que me daba ganas de llorar, como el romance del prisionero: “Que por mayo, era por mayo/ cuando hace la calor,/ cuando los trigos encañan/ y están los campos en flor./ Cuando canta la calandria/ y responde el ruiseñor…”

Cuando mandaba por mí a la casa de la abuela y yo era más pequeña, Pastora, la “mucama”, me tomaba de la mano y cruzábamos la calle. Tenía órdenes de no soltarme de la mano, y yo no hacía otra cosa más que intentarlo porque me lastimaba su fuerza.

–Soy un borreguito que se le escapa a la pastora –tiraba de ella.

–No dejaré que, por desobediente, se la coma el lobo –me apretaba con saña.

Refugio y Rafael vivían en la esquina de Morelia (90 A) y Colima, contra esquina de la casa de mi abuela, sonorense, Dorotea Campos de Celis, cuya casa la habían comprado sus hijos, los tres generales revolucionarios, en la colonia Roma.

El de Rafael era un departamentito de renta congelada: 90 pesos mensuales. Ni el trabajo de ir a cobrarla, ya en aquel tiempo. La construcción de los departamentos A y B había recortado el vértice de la esquina, de tal manera que las dos puertas rojas hacían un frente amplio en la acera. El A corría por Morelia y el B por Colima. Ahora esas puertas son blancas.

En la parte inferior de ambos departamentos había varias accesorias. Y un poco más allá de donde terminaba el de Rafael, estaba el Cine Morelia, donde iba a las matinées de tres películas por un solo boleto de dos pesos, con mis hermanos o primos. Dábamos mucha lata a la abuela que usaba sus tardes para remendar la ropa de los nietos que le iban cayendo por los divorcios o por tremendos. Ella los metía en cintura, pero los consentía al mismo tiempo […]

 

Novedades en la mesa

De Manuel Vicent, Una historia particular, con el sello editorial de Alfaguara.