Conozco la obra de Armandino Pruneda Sainz desde hace muchos años, desde que en su ya emblemático local de enmarcado en la ciudad de Chihuahua (Dalí, ¡no podría llamarse de otra manera!) nos sugería a Susana y a mí las mejores opciones para vestir nuestro no muy copioso, pero sí entrañable acervo plástico. Siempre me me han sorprendido su celeridad de pensamiento, su cultura abierta a otros mundos y latitudes, su particular sensibilidad para entender los agobios de un mundo en permanente crisis y enganchar su obra plástica con esos temas que por su peso específico resultan ineludibles. En este sentido, es tan chihuahuense como mexicano, y por ende, universal. Bien escribió el inmortal León Tolstói: “Pinta tu aldea y serás universal”.

Un artista siempre inquieto y propositivo, incansable en su búsqueda de nuevas vías de expresión más acordes a su personalidad y su talento explosivos, tras la búsqueda de una poética regida por una prolija consistencia formal y el impulso sin freno de una imaginación ampulosa, hace honor a una herencia que en el oficio y la maestría de su padre (don Armandino Pruneda Muñoz, creador de un invaluable y ya emblemático legado de Quijotes) le transmitió el amor y el respeto por el espacio plástico como universo inagotable de hallazgos y de posibilidades estéticas. Bien anuncia la sabiduría popular que “lo que se mama, no se hurta”, y este es otro ejemplo fehaciente de una vocación transferida por franca vía genética, reforzada en este caso específico por una no menos singular facultad del maestro para aleccionar generosamente a su destinado vastago de sangre y transmitirle los conocimientos de un quehacer tan celoso como exigente. “Infancia es destino”, nos enseñó Sigmund Freud.

Creador cuyo discurso elocuente y conmovedor está regido por la indagación o más bien el encuentro de tropos o figuras retóricas conectados con la vida que palpita y se extingue, cual llama del pebetero sagrado que enciende nuestras entrañas a flor de piel, mucho me conmovió por ejemplo su extraordinaria serie ––con obras en diferentes técnicas y formatos–– inspirada en la figura y el espíritu del Ave Félix que desde sus orígenes mitológicos condensa la inquebrantable voluntad humana por resurgir de sus cenizas y emprender nuevos y más fructíferos vuelos, por volverse a levantar después de cada caída que le propicia el destino. El arte todo nos ha mostrado ejemplos fidedignos de que la creatividad misma, en su natural esencia catártica, constituye un continuo renacer de las cenizas, un reencuentro inusitado del Yo que emerge todavía palpitante y refortalecido. Ya decía el propio padre del psicoanálisis que difícilmente podremos encontrar una fuente mejor de la cual beber que la mitología, inagotable caudal de sabidurías, dudas, sentires y tribulaciones, de cuanto nos explica de cara a nuestras fortalezas, pero sobre todo a nuestras pérdidas y a nuestras ausencias.

El artista mismo es un ser alado que se reconstruye y se revitaliza día con día, que bebe y se alimenta en principio de sus propios miedos y angustias, inclusive de sus propias entrañas a flor de piel, cuando irrumpe, cual Ave Fénix, de sus restos transidos por una sensibilidad y una conciencia ––y consciencia–– rebosantes, en cuanto ser que escarba en sus neurosis producto de lo que le molesta y le indigna, de cuanto le apasiona o le estorba. En varias ocasiones me he referido a la naturaleza a la vez destructiva y sanadora de quien, en su condición de artista, de dios creador de mundos mejores al nuestro, construye un universo alterno de utopías sin las cuales la vida se tornaría simple y sencillamente insoportable, irrespirable.

Después de una prolongada parálisis creativa con motivo de la profunda crisis emocional ocasionada por el deceso de quien fuera su progenitor y maestro, su cómplice y su guía, su mejor amigo, Armandino Pruneda Sainz se rehizo aquí a partir del mismo acicate del dolor, y estas variaciones del pájaro que eleva desde sus rescoldos ––producto de una ensoñación en vilo–– constituyen la vuelta del artista por sus fueros. Saber, técnica, oficio, imaginación, colorido y sentimiento son las coordenadas sobre las cuales se levanta esta y otras producciones y series diversas, en el caso de la arriba citada hermanadas por un personaje mitológico que el artista plástico aquí hace suyo y le permite manifestar ––es decir, traducir en corpus estético para revelación de sus espectadores–– un estado de gracia creativa que bien nos permite constatar que el arte mismo y su hacedor representan una especie de Ave Fénix que recurrentemente emerge de sus cenizas.

Otras producciones posteriores de este artista inquieto y en permanente búsqueda constatan su vocación indómita, varias de ellas con guiños admirables y gozosos a periodos y artistas que se erigen como homenajes declarados, recreaciones o relecturas de universos y mundos creativos presentes desde sus años de formación y que tras el paso de los años se han venido fortaleciendo. El Clasicismo, el Barroco, el Renacimiento, artistas de la modernidad y contemporáneos alimentan estas distintas variaciones, incluida su no menos personal iconografía quijotesca como sentido tributo a su más cercano y entrañable maestro. Hay en este creciente tránsito de reconfirmación estética incluso referencias a diferentes signos y símbolos de la de por sí tan rica y diversa cultura prehispánica mexicana, sin dejar de considerar por supuesto referencias del pasado chihuahiuense. Así aparece en su celebrada muestra Realidades, por ejemplo, su tan personal como elocuente representación de Quetzalcóatl, nuestro dios por antonomasia de la lluvua, de la luz, de la vida, de la fertilidad, del conocimiento y de los vientos, en cuanto representación del movimiento y la transición como identidad compartida de Mesoamérica.