Giacomo Puccini (Lucca, 1858-Bruselas, 1924) se sometió tan obedientemente a su irrenunciable vocación, que compuso tres de las óperas más populares que se han escrito: Bohemia, Madama Butterfly y Tosca. Concentración decantada de múltiples asimilaciones, su singular producción se construyó con elementos de la politonalidad, el neoclasicismo, el futurismo, el impresionismo, la dodecafonía y el verismo, corrientes todas ellas que parecían no importarle y con las cuales solo tuvo apenas contactos transitorios. En apariencia indiferente a los postulados de músicos como Debussy o Schönberg, lo cierto es que en algún momento los incorporó en el desarrollo de su  producción, en lo que consideraba apropiado a ese esquema tan suyo del “drama musical”. Si tuviéramos que utilizar un adjetivo para definirlo, sería el de “ecléctico”, sin caer tampoco en esa otra tendencia intelectual de su tiempo que con premeditación se edificaba sobre múltiples eslabones. En términos reales, debió poco a nadie, de ahí el espíritu singular de su obra.

Uno de los grandes compositores operísticos italianos de todos los tiempos, Puccini tuvo que crecer a la sombra nada más y nada menos de Verdi, y a diferencia de otros autores contemporáneos como el también libretista Arrigo Boito, Amilcare Ponchielli, Francesco Cilea y Umberto Giordano, o de los propios Mascagni y Leocavallo, todos ellos conocidos por una sola o acaso dos obras, produjo un amplio catálogo del cual trascendieron casi todos sus títulos. En su obra se encuentra poco de la sangre y el estrépito del “verismo”, a excepción, claro está, de Tosca, y un tanto de Madama Butterfly. Del propio Verdi sólo se puede decir que hay un signo distintivo en su Gianni Schicchi (la obra más conocida de su singular Tríptico, que completan Il tabarro y Sor Angelica), derivado por supuesto del shakesperiano Falstaff, y del otro gran coloso teutón, Richard Wagner, absolutamente nada.

Volviendo al destacado elemento teatral que identifica su cimera producción operística, casi todas las veces se identifica por poseer un libreto adecuado, que el propio autor exacerbaba en la legitimidad de la misma situación dramática. De la mano, como otros poderosos signos distintivos de su genio creador: pasajes delicados y sensuales, frases poéticas de una enorme belleza musical, memorables melodías, arias de vivo lucimiento para las distintas tesituras, efervescencia orquestal. Algunas de sus óperas pueden resultar ingenuas en cuanto al carácter y el tratamiento de los personajes, en la naturaleza y el uso de los temas y argumentos (rasgo, por cierto, no privativo de él), pero amalgamados a la música, en estrecha relación con la estructura melódica, siempre logran sobrecoger al público melómano. Si algunos han incluso tachado de sensibleros a esos tres tópicos puccinianos, esos escépticos han sido los primeros en rendirse a ese igualmente seductor poder del compositor para involucrar a sus oyentes-espectadores. Lo que fuera de argumento resulta obvio y ramplón, en cuanto entra en contexto se torna inexorablemente eficaz y sobre todo conmovedor.

Un verdadero profesional de la música, dotado tanto de elevada capacidad artesanal como de inspiración, al igual que el propio Verdi, Puccini perteneció a una familia de hábiles músicos, desde cinco generaciones atrás. Entre otros de sus muchos atributos, mostró siempre un agudísimo sentido de la complejidad de la obra teatral y de la estrecha relación de interdependencia que liga todos los elementos que la componen. La historia de la música ofrece numerosos ejemplos de libretos aceptados por los compositores sin ningún discernimiento, ya por el juego de las combinaciones o por una obligación rutinaria; Puccini llegó incluso a eludir el poner música a uno de Gabriele d’Annunzio, porque en verdad pensaba que no podía compenetrarse con el poeta. Varios fueron los casos en los cuales el compositor prefirió la adaptación de un drama ajeno, a cuya representación había podido asistir previamente, ya que así lograba de inmediato y de manera concreta entrar en contacto con la dimensión escénica de la trama. Por formación mental se orientaba infatigablemente hacia el cuidado de cualquier detalle ejecutivo, a través de una dedicación artesana que en él era herencia atávica y de la cual nunca le libró ni el éxito. Además, siempre fue respetuoso con los espectadores, a quienes temía al mismo tiempo, como si cada vez se tratara de un debut; en cada representación, incluso de óperas repentinamente aprobadas, analizaba las reacciones de los asistentes, esforzándose por interpretarlas a toda cabalidad y así sacar enseñanzas útiles para su labor.

Precisamente a causa de esta preocupación, profunda y lealmente sentida en su caso, y aun coincidiendo la curva de su carrera con la vanguardia, jamás asumió actitudes provocativas; si estaba realmente convencido de la necesidad de introducir una innovación ardua, lo hacía de la manera menos irritante, recurriendo a un engaño o a un enmascaramiento. Este era su verdadero límite: como artista pleno, el hombre de teatro, así como el gestor del espectáculo, incluso en lo concerniente a la parte musical, en él acababa siempre por superar al artista individual y subjetivo, que por otra parte consideraba sobre todo como artesano de un oficio destinado a un espectador o auditorio. Para tal propósito, no tuvo nunca dudas ni arrepentimientos, y perteneciendo a una época artística que se desenvolvió enteramente bajo la insignia del riesgo, siempre manifestó un limitado sentido de él.

Puccini mostró siempre, entre sus cualidades superiores, una sensibilidad pronta y aguda, y habiéndose inscrito en una época en continua transformación, logró aprovechar todos los elementos relevantes de innovación y apoderarse de ellos con olfato e inteligencia, todas las veces con suspicacia y buen equilibrio. Considerado su aspecto “belle époque” por excelencia, brota de casi todas sus obras una tenue desesperación (una visión trágicamente desesperada de la vida), siempre recubierta en su objetivo final con una delicadísima envoltura y un manifiesto y sin igual don melódico; resultado de un flanco frágil e inseguro, en el fondo, el espectador percibe dicho atroz sufrimiento de una manera gradual, sin padecer excesivamente. En tal sentido, amor y muerte mantienen en su mundo poético, de manera continua y perseverante, una guerra letal; pero el espectador llega a la catástrofe dispuesto a aceptarla casi con alegría, porque el narcótico musical ha obrado ya con eficacia.

Epílogo paroxístico e inconcluso del gran genio pucciniano, Turandot vino a ser resultado conclusivo de una experiencia sagaz y sensible por fin a la nueva música tanto de Schönberg como de Stravinsky. Contribución máxima del autor a la historia de la música no sólo de su país, se considera uno de los primeros y más imponentes ejercicios visionarios en derredor de una concepción nueva y orgánica del “gran espectáculo lírico”, aquí sí a la usanza wagneriana; integración manifiesta e impecable de acción, palabra y música, nos refleja a un Puccini para quien no existe el canto superfluo ni dramáticamente inútil. Esta gran obra de madurez, inacabada conforme la infortunada muerte lo alcanzó, confirma y exacerba el desarrollo magistralmente sinfónico de buena parte de su producción, si bien dicho contexto musical tiende siempre a predisponer un espacio privilegiado para el manar de la melodía, que domina sobre la propia orquesta y constituye uno de los sellos distintivos y más admirables de tan generosa fuente musical-poética.

Turandot demuestra a la perfección que el compositor no intentó conciliar a Verdi con Wagner mediante una acción de compromiso, a favor de la melodía y de la grandilocuencia orquestal, respectivamente, sino que más bien se propuso renovar la tradición italiana de la ópera, enfrentándola, con todo sentido crítico, con las más avanzadas experiencias europeas. Su mérito principal estriba en no hacer aparecer tal enfrentamiento como algo digno de vergüenza, sino más bien justo y calibrado en su absorción, a menudo de una manera no tan fácilmente verificable. Turandot constituye la gran obra maestra de su autor, de superiores exigencias tanto para los músicos (la puesta en escena y la producción resultan no menos imponentes) como para sus intérpretes vocales. En repertorio también suele estar su primer triunfo en los escenarios, su Manon Lescaut, a escasos diez años después de la de Massenet.