El libro más reciente de Mónica Lavín (CDMX, 22 de agosto de 1955), El lado salvaje (Tusquets, 2024), es una colección de 23 cuentos que desafían lo previsible y conducen al lector por los caminos a veces oscuros y a veces fantásticos de la salvaje condición humana. Transcribo las primeras líneas de “Red trolley”.
Después de dejar los bultos en el pequeño motel, Patricia y su hermano salieron rumbo al bar para ver el atardecer. Cómo costó trabajo cargar esas grandes bolsas con tapete de baño, almohadas, escurridor de platos, sábanas y toallas que era dificil abrazar y con las que Daniel llenaría las maletas para volar a México al día siguiente.
El motel estaba sobre la Highway 1 y desde allí se podían ver las pistas del aeropuerto. Era como los que aparecían en series o películas gringas: color rosa, pequeños cuartos y una piscina frente al estacionamiento. Un tanto desolado, pero de buen precio, explicó Daniel, que había calculado un presupuesto justo para el avituallamiento de la nueva vida, con el argumento de que era más barato comprar del otro lado, y que en todo caso prefería gastarse el dinero en el bar del Hyatt y no en sus habitaciones.
Patricia vio el reloj, aún quedaban cuatro horas para que Laura, su amiga desde la infancia, la recogiera en la estación del tranvía convenida. Su hermano partía muy temprano por la mañana. Pensó en llamarle para confirmar, pero sabía que, cuando esas llamadas entraban y nadie contestaba, sembraban la duda acerca de un posible cambio de planes. Más valía dejar todo así.
Ya en el bar del piso más alto, Daniel consiguió una buena mesa, era un especialista en tratar a los meseros y capitanes. Patricia siempre pensó que debía dedicarse a ello, estar al frente de un negocio donde la atención y los detalles importaran; le iría bien. Qué maravilla, dijo Daniel cuando dieron el primer sorbo a su margarita frente al océano Pacífico y la tarde naranja en San Diego.
Patricia quería cerciorarse de que no se hallara alicaído en su nuevo estado de vida, ella sabía lo que eran las separaciones y el barranco que quedaba en el pecho. Lo hablaron. Daniel insistió en que le gustaría vivir en esa ciudad. Se refería a la vida práctica, a ese mar que se le desplegaba enfrente, al clima, al tamaño, a la seguridad. Lo decía de corazón, como si todo lo anhelado estuviera allí.
Pidieron otra margarita, aún había tiempo, y algunas botanas porque no pensaban cenar.
Para llegar a la estación del trolley tomaron un bicitaxi; muertos de risa y sorprendidos pagaron veinte dólares por unas cuantas cuadras en el San Diego turístico. Estaba feliz de que se hubieran visto, dijo; de que le hubiera ayudado a escoger todo para su nuevo departamento; de que pudieran platicar de sus vidas en un lugar tan gozado por él.
Aqui me voy a venir a vivir un día, le dijo ya en las bancas donde esperaban el trenecito rojo. A Patricia siempre le había parecido que poner un pie en Estados Unidos era pisar el orden, la limpieza. Una especie de bienestar se le instalaba en el ánimo cuando cruzaba la frontera. Era una comprobación de que existía un mundo como el que mostraban sus libros de inglés en primaria, donde la familia tenía una casa con jardín, y un perro Spot y un gato Puff. Sally, Dick y Jane jugaban con un red wagon. Red, “rojo”; wagon, ¿”carretilla”? No había visto una, más que en los libros con dibujos a color. La mamá sirviendo la cena, con su peinado, amplia sonrisa y un mandil sobre el vestido con vuelo […]