Bajo la lógica del poder, la narrativa gubernamental de la transformación cobró el impulso del resultado de los comicios para la renovación en la presidencia de la República y sus efectos en la proyección de la integración de las cámaras, incluida la idea de la sobre representación en la de diputados sin sustento en la votación emitida.

Es cierto que la propaganda de la campaña de Morena y sus aliados incluyó la voluntad por avanzar al llamado Plan C -18 iniciativas de reformas constitucionales promovidas por el Ejecutivo el 5 de febrero último- y la aspiración por obtener una representación equivalente a las dos terceras partes de las cámaras del Congreso.

Y es claro que desde el arrepentimiento presidencial al consenso alcanzado para conformar la Guardia Nacional como una institución civil de seguridad pública, ya no se buscó -aunque se alcanzó por diversas formas- la construcción de las reformas constitucionales impulsadas desde Palacio Nacional con base en acuerdos nítidos y abiertos con las oposiciones, debiéndose separar los temas con objeto que no confrontó, aunque sin diálogo real, como la paridad de género en todos los cargos públicos y los derechos sociales con prestación presupuestal directa para las personas.

El ejercicio del poder por el Ejecutivo no da tregua, pero, ¿por qué la daría? La mesa está puesta y la autocontención no está en su metabolismo. Por encima de la pluralidad política tutelada en la Constitución como valor y como principio, escudriña en las normas los límites para superarla. Invoca lo que pondera como propio, pero rechaza o rechazará cuando se plantee su proyección concreta en la conformación de la Cámara de Diputados: la voluntad popular.

De las reformas promovidas para reconcentrar el poder en la presidencia la selección para probar el método en marcha fue la reestructuración del Poder Judicial, el de la Federación y los de las entidades federativas. Modificar la integración y funcionamiento de la Corte y los tribunales superiores de las entidades federativas, la forma de conferir los cargos a quienes encarnan la función de juzgar, la administración de los recursos para cumplir con la función jurisdiccional y el ejercicio de la disciplina y cumplimiento de la normatividad en ese poder.

Se parte de una premisa cierta para la mayoría de la población: el acceso a la impartición de justicia presenta dificultades y obstáculos para quienes la demandan. Son procesos lentos, complejos, costosos, insatisfactorios e incluso inalcanzables cuando aparece la corrupción. Y se ofrece una propuesta de solución: el acceso al cargo mediante la votación popular y la separación de los órganos de administración y disciplina, tanto del órgano superior de resolución de los asuntos, como entre sí.

Deben profundizarse los componentes de la premisa, porque sin duda ese pensamiento es la identificación general válida de un problema, permitiéndome sólo una digresión sobre la vinculación de ese supuesto con la endémica baja cultura de la legalidad en nuestra sociedad y la forma de apreciar el acceso a la justicia no como una cuestión sistémica sino a la luz del asunto propio.

¿Hay insuficiencias, deficiencias, inconsistencias y áreas de oportunidad para mejorar el acceso a la justicia? Sin duda; la función jurisdiccional -como cualquiera otra- es susceptible de someterse a revisión, evaluación y adecuación consecuente. Sin embargo, la propuesta de solución impulsada por el gobierno y sus grupos parlamentarios presenta una falla estructural inicial: sólo ve una parte del sistema de justicia sobre el cual se ha formado la premisa que la sustenta. Dos consideraciones: ¿y la cadena de la seguridad pública, faltas administrativas y justicia cívica? ¿Y la cadena de la propia seguridad pública, delitos y procuración de justicia que antecede a la impartición?

Estamos ante un planteamiento incompleto o, por lo menos, parcial, que requiere profundizarse, complementarse y enriquecerse con una consideración integral del problema identificado. Sin embargo, a la luz de la propuesta para los poderes judiciales aparece la dicotomía de los métodos para alcanzar reformas constitucionales; la diferencia es dónde se desea establecer el asiento de la legitimidad: ¿en el acuerdo amplio o en la mayoría excluyente y las interpretaciones sobre el mandato electoral?

Un método nos refiere a ciertas fases para identificar entendimientos y concretar acuerdos: establecer el problema que se desea resolver; elaborar el diagnóstico compartido sobre su naturaleza, origen y alcance; determinar el objeto de la reforma para darle solución; arribar al acuerdo sobre ese objeto y los medios necesarios para alcanzarlo, es decir por qué, qué y cómo se arribará a una solución eficaz (asequible y viable) y eficiente (de real beneficio para la sociedad); y darle expresión de norma a los acuerdos.

El otro método coincide en la identificación del problema, pero construye unilateralmente el diagnóstico, el objeto, los medios de solución y su eventual eficacia y eficiencia, para presentar textos ajenos no a la crítica, sino a la modificación. Este método está claramente aplicándose por el inquilino de Palacio Nacional para las reformas a los poderes judiciales, a partir de dos afirmaciones y de dos simulaciones. Las primeras: hay mandato para llevar a cabo la reforma y si la pluralidad no concurre, se usará la mayoría calificada obtenida o susceptible de obtenerse; y las segundas: el respeto a quien disiente y los espacios de diálogo, cuando no existe voluntad para ponderar el punto de vista de otras personas sobre el problema y su solución.

La reforma a los poderes judiciales es toral en el plano más alto de la creación normativa, porque pocas veces está tan a flor de piel el valor ético que anima la función jurisdiccional: la justicia. Toda persona tiene -quizás innata- idea de lo justo, y que en la actualidad es una de las tareas esenciales del Estado. En la cotidianeidad de la vida, las personas se enfrentan a situaciones que rompen el ideal de la convivencia prescrita por las normas jurídicas; asuntos familiares, vecinales, comunitarios, civiles, mercantiles, administrativos o penales. En nuestra baja cultura de legalidad habrá que recurrir a la autoridad y, posiblemente, a la judicial para resolverlos. Ahí está el problema.

¿Lo resuelve la iniciativa presidencial? ¿A quién servirá la reforma? ¿A las personas y la sociedad? No por el diagnóstico, objeto y normas propuestas. Es una reforma para destruir el contrapeso de la independencia del Poder Judicial a los poderes Legislativo y Ejecutivo; para derruir su integración plural como resultado de las reformas de 1994, y para disminuir los espacios de acción constitucional de las minorías y de quien disienta o cuestione al poder presidencial.