La inauguración de los pasados Juegos Olímpicos llamaron particularmente la atención, en un mundo tecnificado cada vez más proclive a no sorprenderse con nada, no solo porque con talento y creatividad echaron mano de la historia y el arte que a borbotones emana de cada uno de los rincones de su ahora otra vez sede París, con el gran río Sena como hilo conductor, sino además porque en su narrativa visual y sonora relució de igual modo un tono gozosamente provocador y muy ad doc con un país y una Ciudad Luz que han sido protagonistas y/o detonadores de grandes movimientos revolucionarios en prácticamente todos los ámbitos. Con todos sus claroscuros a la vista, porque el transcurrir vivo y cotidiano está hecho de luces y de sombras, de aspectos unos sublimes y otros grostescos, como bien lo tenían consignado los románticos decimonónicos en su nomenclatura, Francia toda y París en lo particular han contribuido de manera notoria a que la historia avance, con todo lo que ello implica de triunfo y de derrota porque, como bien escribió el gran historiador inglés Arnold Toynbee, “la historia debe de pensarse, para hacerla inteligible, en términos del todo y no de las partes”.

En todo esto me ha hecho pensar la más reciente y hermosa película La favorita del rey (Jeanne du Barry, Francia-RU-Bélgica, 2023), de la muy talentosa actriz, guionista y realizadora francesa Maïwenn. La séptima en su haber, después de otros no menos interesantes títulos de búsqueda como Polisse, Mon roi y ADN 20, cuenta la otras veces ya abordada historia de la joven de origen humilde Jeanne Bécu, mejor conocida como Jeanne du Barry después de casarse con un ambicioso y sin escrúpulos conde con dicho apellido y sobre todo de haberse convertido en la cortesana más querida de Luis XV. Entre los entretelones de una aristocracia francesa clasista y decadente, frívola y engañosamente prejuiciosa, Jeanne se vale de su inteligencia y de su sensualidad para ascender ––y con ella su familia y su cínico y abusador marido–– en una escala donde la burguesía no acaba todavía de hacer acto de presencia absoluta y predominan aun la pompa y la circunstancia palaciegas ya con un maloliente tufo demodé. La joven Jeanne crecerá y se prostituirá en ese ambiente, más allá de sus dones y virtudes artísticas e intelectuales, de su sensibilidad a flor de piel, para desplazar a otras y conquistar así la preferencia del monarca.

Hija ilegítima de un monje y de una cocinera, Jeanne ha sido educada entre monjas y por un mecenas que la inicia en el culto por los libros y las artes, por el erotismo como instrumento de placer y de conquista, transformándose entonces en objeto del deseo prohibido, y por lo mismo, de la inquina por los celos y la envidia. Condenada al anonimato y a la oscuridad, será el codiciado instrumento de ascenso de su proxeneta el conde Du Barry, a quien no le importará casarse con ella para acceder, al convertirse en la favorita de un rey deprimido y cabizbajo, a los privilegios que otorga el pertenecer al círculo más cercano del monarca en turno. De un ascenso señalado a un ostracismo condenatorio, Jeanne du Barry vivirá cuatro años de felicidad y amor plenos con Luis XV, interrumpidos trágicamente por el contagio real de viruela y el consecuente deceso del rey, por el inmediato ascenso de Luis XVI (“El rey ha muerto; Viva el Rey”) y la inminente reclusión de ella en un convento-cárcel, y por el advenimiento de una Revolución francesa ––con sus propios claroscuros y excesos, como toda revolución–– que no dejará títere alguno con cabeza.

La película de Maïwenn nos ofrece una crónica detallada y hasta con sentido del humor de estos ascenso y descenso, del personaje y sus circunstancias, de la intimidad de una corte plagada de ruidosos excesos, que a través de los ojos audaces y pícaros de la hermosa e inteligente cortesana ––la misma Maïween, espíritu del proyecto–– se exhibe más vulnerable en sus ridículos y avejentados usos y costumbres, tras el arribo de un nuevo mundo que le terminará cercenando inexorablemente la cabeza. Ella misma contrasta, con su gracia y su talento, con su vivacidad verbal y su sencillez, con su capacidad de innovación en la moda y en su atropello de protocolos extravagantes, con ese universo envejecido que se resiste a morir, si bien hay claros atisbos de que le ha llegado ya su hora. La favoritra del rey nos recuerda en su estética la ya clásica Barry Lindon de Kubrick, y la Marie Antoinette de Sofia Coppola en su tono juguetón y desenfadado para contar la histroia de dos personajes igualmente contrastantes y desgraciados, a la vez enemigos y cómplices dentro de una corte donde la propia figura meramente decorativa del rey responde ya solo a las exigencias de una sociedad decadente y reacia a los cambios.

Con un extraordinario reparto encabezado por la propia Maïween como Jeanne du Barry y el camaleónico Johnny Depp que regresa a la pantalla después de un largo y engorroso proceso de separación, y a quienes muy bien secundan Pauline Pollmann, Diego Le Fur, Loli Bahhia, Benjamin Lavernhe, Pierre Richard y Scotty Bernard, entre otros espléndidos actores, esta multinacional gran producción evidencia que muy bien se puede confeccionar una cinta a la vez inteligente y taquillera, ingeniosa y divertida, gozosamente provocadora y exitosa. Con el mismo Palacio de Versalles como escenario, Maïwenn ha contado con todos los recursos necesarios para la realización de una gran puesta donde prácticmante todos los rubros artísticos deslumbran por su creatividad y su buen gusto, por un uso bien dosificado e inteligente de una inversión multinacional que no escatimó en nada y echó toda la carne al asador, con el propio Salón de los Espejos donde la realizadora logró filmar la más que vistosa y protagónica larga escena de la presentación de la hermosa y audaz joven cortesana que se sabe fue la mujer que más amó Luis XV (más, inclusive, que a Madame de Pompadour), con todo lo que ello implicó de ir en contra de lo establecido y contravenir las reglas dentro un mundo cortesano a la vez conservador y frívolo.